Nadjia Bourakan/Argel

Los amazighs rompen el cerco

La protesta argelina se resiente por la caída en la asistencia y las disputas internas mientras las purgas en el poder señalan al jefe del Ejército como mano ejecutora. En el intervalo, los bereberes se convierten el centro de las iras.

Manifestates amazhig portan una pancarta reivindicando su identidad.(Karim TOULIEB)
Manifestates amazhig portan una pancarta reivindicando su identidad.(Karim TOULIEB)

El día no acababa de arrancar a pesar del goteo de gente que se iba sumando al grupo concentrado a la entrada de la plaza de la Grande Poste. A diferencia de en ocasiones anteriores, el ya icónico espacio central de la protesta argelina quedaba vetado por el cordón policial levantado por todo su perímetro y docenas de vehículos seccionando el círculo por la mitad.

«El cerco se estrecha para nosotros, pero también para ellos», soltaba Lyes, un manifestante veterano del barrio periférico de Koba desde la primera línea. Por si quedaba alguna duda, la mayor presencia policial venía acompañada por una red de barreras y concertinas para evitar que los manifestantes desplieguen pancartas desde el esqueleto de un edificio sin construir a pocos metros de la plaza y otros lugares estratégicos.

El pasado día 21 se cumplía el décimo octavo viernes consecutivo de protestas desde la primera del 22 de febrero, cuando se pedía que Abdelaziz Bouteflika –el hombre que llevaba más de veinte años en el poder– renunciara a su quinto mandato. La respuesta en la calle fue tan contundente que el longevo presidente –postrado en una silla de ruedas tras un ictus en 2013– acabó dimitiendo el pasado 2 de abril.

Le sucedió en el cargo Abdelkader Bensalah, Presidente de la Cámara alta del Parlamento. «¡Bensalah, coge tus babuchas y lárgate!», se leía en varias de las pancartas entre la multitud. Todavía sigue; no así el presidente del Consejo Constitucional, Tayeb Belaiz, quien tiró la toalla el pasado 16 de abril.

La gerontocracia en el poder desde que Argelia rompió sus cadenas con Francia parece ir perdiendo algunos de sus rostros más conocidos desde el comienzo de las protestas. El pasado 5 de mayo, Gaid Salah, el todopoderoso jefe del estado mayor del Ejército, ordenó arrestar al hermano de Bouteflika al que acusaba de «reunirse y conspirar contra los deseos de los manifestantes y poner en peligro la estabilidad del país».

Junto a Saif Bouteflika eran detenidos Mohamad Mediane y Athmane Tartag, poderosos generales a quienes se acusa de «alta traición al Estado». Ambos se habían distanciado de Salah y estarían ejerciendo una oposición interna para que el octogenario abandonara el mando militar.

La «caza de brujas» parece no tener final: la semana pasada, dos antiguos ministros detenidos la semana se unían a la ya larga lista de políticos y empresarios arrestados bajo acusaciones de conspiración y/o corrupción. El último era Hassan Larbaoui, el director de una compañía privada en el sector automovilístico, detenido a la vez que el directo del Banco Nacional de Argelia y dos altos funcionarios del Ministerio de Industria.

«Uno más de la banda»

Que miles de argelinos sigan ocupando el espacio público cada viernes sigue planteando un auténtico desafío en un Estado policial cuyo jefe de los servicios secretos (hasta 2016) se refería a sí mismo como «el dios de Argelia».

Por el momento, «Dios» aquí es Salah, pero los que viven a ras de suelo se apuntaban una nueva victoria el pasado uno de junio tras el aplazamiento sine die de las elecciones que se habían convocado para el cuatro de julio. Que el poder se legitimara a sí mismo en unos comicios farsa –los únicos candidatos eran un veterinario y un ingeniero aeronáutico desconocidos– era un peligro del que muchos reconocidos intelectuales venían avisando.

«Fue una victoria, sí, pero también un elemento desmovilizador. Muchos de los que salían antes a la calle ahora se quedan en casa», lamentaba Fatma, una manifestante de 31 años, desde un lugar en la céntrica avenida Didouch Mourad en el que no solía caber un alfiler unas pocas semanas atrás. Si bien el desplome del número de manifestantes es uno de los cambios más significativos a simple vista, el otro es el de la total ausencia de banderas amazighs entre los asistentes y los vendedores callejeros.

En coberturas anteriores, GARA fue testigo de la gran presencia de las reivindicaciones de este pueblo norteafricano que se extiende desde la costa del Atlántico hasta el oeste de Egipto. A primera vista, parecían haberse esfumado de la protesta.

«Primero fue la prohibición de la bandera de Cabilia, bastión bereber argelino, y luego la de la bandera amazigh –lo hizo Salah el pasado miércoles–. La cuestión identitaria se ha convertido en una línea roja para el Gobierno», explica una activista del Movimiento Autonomista de la Cabilia que prefiere no revelar su identidad.

Poco después, un joven era arrestado por policías de paisano a los pocos segundos de sacar la enseña tricolor bereber del bolsillo; unos metros más adelante, un manifestante arrancaba con violencia otra bandera de las manos de una anciana, casi frente al cordón de seguridad de la Grande Poste. «¡Argelia es una!», le espetaba el hombre a gritos, tras arrojar la enseña y pisotearla. «Soy argelina y amazigh», le respondía la mujer; «Nuestro país es Argelia; nuestra identidad, amazigh», corroboraba la pancarta que portaba un joven a pocos metros de ahí.

Fueron dos incidentes de los que esta cabecera fue testigo de entre los muchos reportados al final del día a través de los propios activistas y sus redes sociales. Y es que el ambiente festivo de convocatorias anteriores parece haberse ensombrecido por la cantidad de discusiones espontáneas, a menudo acaloradas, que estallan entre los manifestantes.

Como en ocasiones anteriores, un dispositivo policial rodeaba la sede del RCD –(Agrupación por la Cultura y la Democracia), el partido laico con sede en la Cabilia– desde primera hora de la mañana. Sobre las 12 del mediodía circulaban ya las imágenes que llegaban desde Tizi Ouzu (la capital de la Cabilia), sobre todo la de una gran pancarta que mostraba las banderas de todos los países del Magreb rodeando la amazigh.

«¿Por qué tenemos que reivindicar una identidad árabe cuando se trata de algo impuesto como el islam?», subrayaba alguien entre la multitud que marchaba por la céntrica Didouch Mourad: «Unidad entre árabes y cabiles; Gaid Salah es uno más de la banda», y «El pueblo quiere que se vayan todos», coreaba la gente. El «Viva Argelia unida e indivisible: amaziguidad-arabidad-islam», no convencía a muchos, aunque no tanto como para atreverse a sacar el retrato de Ameziane Mehenni, el presidente del gobierno de la Cabilia en el exilio.

Si no con banderas, los bereberes se hacían notar en los coloridos trajes tradicionales de muchas mujeres; en chapas y colgantes que asomaban por encima de la camisa, o en símbolos pintados en los mofletes de los críos. A eso de las tres de la tarde, la discreción resultaba innecesaria: un grupo compacto formado por bereberes de Argel y otros llegados de la propia Cabilia enarbolaba decenas de enseñas amazigh atravesando la Didouch Mourad ante policías que contemplaban la escena impotentes: eran muchos, pero no los suficientes para gestionar todo aquello.

«Llevan todo el día acosándonos pero ahora no se atreven, por eso tenemos que intentar caminar juntos», explicaba un chaval con un bandera colgada del cuello y que sostenía un retrato del Matoub Lounés contra el pecho.

El próximo 25 de junio volverán a la calle para celebrar el aniversario del venerado cantautor y activista cabil muerto en 1998 en circunstancias nunca esclarecidas. En la Didouche Mourad, todos apuntan a los que se resisten a abandonar el gobierno.

Una unidad en entredicho

A pesar de los constantes llamamientos a la unidad, la heterogeneidad de las marchas es cada vez más patente. A las diferencias puramente identitarias entre árabes y bereberes se les suman en las protestas las ideológicas entre los islamistas, cada vez más visibles en las marchas, y los que defienden un Estado laico.

También están las discrepancias estratégicas: durante el resto de la semana, un comité creado al calor de la protesta convoca paros alternos: hoy son los maestros, mañana los médicos, pasado el personal del ferrocarril, e incluso el de Sonatrach –la compañía estatal de hidrocarburos–, pero son muchos los que dudan de que dicha acción combinada tenga el recorrido necesario para provocar el cambio.

Cada vez son más los que se preguntan hasta dónde se puede llegar con protestas exclusivamente pacíficas más allá de cambios puramente «cosméticos», con caras nuevas, pero sin que la de Salah desaparezca. Voces autorizadas como la de Kamel Daoud, escritor y periodista argelino, vienen alertando del riesgo de que el general Salah aproveche el vacío de poder y se convierta en una réplica local del egipcio Al-Sisi.

Se trata de un paralelismo muy acertado, máxime cuando retratos de Mohamed Morsi –el presidente egipcio desbancado por Al-Sisi y fallecido en prisión el pasado lunes– se dejaban ver en la protesta del pasado viernes en Argel.

El enorme alcance del espectro ideológico y social de las protesta las convierte en multitudinarias, pero también las priva de un líder que pueda hacer de un interlocutor válido ante una eventual negociación con el Gobierno. El abogado y defensor de los derechos humanos, Mustafá Bouchachi goza de cierta credibilidad entre los manifestantes, pero aún está muy lejos de aglutinar todas sus sensibilidades, si es que eso es realmente posible.