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MINERÍA METÁLICA EN GUATEMALA, HONDURAS Y EL SALVADOR

Centroamérica, a tumba abierta

Desde Cerro Blanco hasta El Estor, Guapinol y El Corpus, esta crónica recorre territorios donde el oro, el níquel y el óxido de hierro alimentan economías lejanas y dejan allí terrenos dañados, comunidades rotas, violencia y estados capturados. Un modelo que promete desarrollo y vuelve a trazar a Centroamérica en la vieja cartografía del sacrificio.

Niños de la comunidad Lote 9 protestan contra la minería metálica. René Posada y Marvin Díaz (Acafremin)

De la mina guatemalteca Cerro Blanco nunca salió una sola onza de oro. Tampoco plata, ni nada que pudiera confundirse con riqueza. Desde que el proyecto echó a andar a finales de los noventa, ha ido mudando de piel, circulando entre matrices canadienses y filiales guatemaltecas, sin llegar jamás a cumplir la promesa de un porvenir dorado. Lo que sí dejó fueron acuíferos alterados, pozos vacíos y la ruptura de los equilibrios que sostenían las plantaciones de La Lima, Trapiche Vargas y El Tule, en el sur de Jutiapa, a apenas 14 kilómetros de El Salvador. Hoy la mina está supuestamente detenida, con la licencia ambiental suspendida y bajo un rechazo comunitario sellado en las urnas, pero todavía permanece activa. Se percibe en el traqueteo insistente de los pick ups polvorientos que atraviesan el terreno, en el zumbido agudo de las motos, en el ir y venir rutinario del personal. Cerro Blanco sigue ahí y, tras más de veinte años, apenas dejó migajas para un Estado capturado por las empresas transnacionales.

Este enclave del suroriente guatemalteco es la primera parada de la gira vasca impulsada por el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL), junto a periodistas, académicos y activistas, para recorrer Guatemala, Honduras y El Salvador, y observar los efectos de la minería metálica en el norte de Centroamérica. Aquí se reconoce el patrón que el viaje irá confirmando después: proyectos presentados como desarrollo que no generan riqueza, gobiernos corruptos en alianza con el narcotráfico y comunidades divididas que cargan con los costes ambientales y sociales.

Bien lo sabe Elda Dinora Ramírez que, a pocos metros del perímetro minero, arroja maíz al suelo mientras las gallinas, los pavos y los gallos acuden en desorden. Su casa es baja, pintada de verde, con un patio de hormigón donde la sombra marca las horas del día. Hay plantas colgadas, un barril donde se guarda el agua y un lavadero donde frota la ropa con gestos repetidos. Todo en esta escena habla de una vida ajustada al clima y al subsuelo, sostenida por equilibrios mínimos que la mina llegó a alterar por completo.

Ramírez vive en el caserío La Lima desde que tenía 16 años. Hoy acaricia los 60 y constata, sin nostalgia impostada, que «antes éramos felices». Había agua en los pozos, cosechas suficientes y árboles cargados de fruta. «Mangos, limones, naranjas, bananos; sembrábamos de todo y todo se daba», recuerda. Cuando la mina empezó a abrir túneles para buscar las vetas, la empresa se topó con aguas geotermales. Aguas calientes, volcánicas, con presencia de arsénico y metales pesados. Resultaba imposible trabajar con ese calor, así que durante años intentaron vaciar la mina. «Jalaron el agua de toditito», resume, y con ello se fueron las plantaciones y una forma de vida entera.

Cerro Blanco ha sobrevivido menos por su viabilidad minera que por su capacidad de reinventarse jurídicamente. La concesión fue impulsada por Entre Mares, filial guatemalteca de la canadiense Goldcorp, que obtuvo licencias para minería subterránea a partir de 2007. Incapaz de sacar oro, el proyecto pasó a Bluestone Resources, que en 2021 convirtió Cerro Blanco en una mina a cielo abierto. Para ello presentó un estudio de impacto ambiental cuestionado y contó con la licencia del Gobierno de Alejandro Giammattei -volveremos a él más adelante-, pese a una consulta ciudadana celebrada en 2022 en Asunción Mita, donde la población rechazó la minería metálica. Esa autorización fue revocada posteriormente por el Ejecutivo progresista de Semilla. Desde 2025, el control del proyecto ha pasado a la canadiense Aura Minerals.

El diputado de VOS, Jose Chic, durante una reunión con miebros del Ejecutivo saliente, en Ciudad de Guatemala. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

En La Lima, Ramírez recuerda que ese impasse tuvo un efecto inmediato en el día a día. Cuando el proyecto quedó suspendido y cesó el bombeo del subsuelo, el agua regresó poco a poco. «Miren, ahí están las plantas bien lindas», indica al tiempo que señala los robustos vegetales. «Hoy el agua está», agrega, aunque cargada de arsénico que «empezó a afectar el hígado de los niños». Por ellos, por los hijos y nietos, «estamos en la lucha», insiste, recordando cómo se fue sumando a la Iglesia, a la organización Madre Selva, y a todo lo que sirviera para defender el territorio de las afecciones de este megaproyecto.

Ramírez mide el tiempo en frutos que vuelven, aunque hay otras historias que no admiten reversión. Arnulfo Díaz aterrizó en la mina en 2008 tras abandonar la agricultura, empujado por la escasez y con una hija de seis meses bajo el brazo. Entró a trabajar sin saber bien qué haría, y terminó en la construcción del túnel: taladrar roca, barrenar, colocar dinamita. Recuerda las jornadas de doce horas, los descansos mínimos para comer, las detonaciones, el calor y la presión. A los tres meses, cuenta, empezó la fiebre, el dolor de cabeza «que le explotaba», el vértigo y, finalmente, la pérdida progresiva del oído. Pasó cinco años prácticamente inmovilizado, diecisiete viviendo con una discapacidad que lo expulsa del empleo formal. Un pago de mil quetzales y un papel que firmó sin entender del todo, esa fue la respuesta de la empresa.

Una mina de este calado tampoco reconoce fronteras administrativas. La conexión de los acuíferos vincula el río Ostúa, el lago Güija y el río Lempa, de modo que cualquier contaminación aguas arriba puede desplazarse hacia abajo, hacia El Salvador. Pedro Cabezas, coordinador de la Alianza Centroamericana frente a la Minería (Acafremin), subraya que este río abastece a más de dos terceras partes del Gran San Salvador y que cualquier afectación tendría consecuencias directas para la población salvadoreña.

Frente a la mina, Julio González, activista de Madre Selva, condensa el modelo extractivo afirmando que Cerro Blanco funciona como un casino. «Lo único que ven las empresas es el potencial valor de la mina», dice. José Chic, diputado de VOS por Jutiapa, desciende un peldaño más en la mecánica: «Las empresas pagan a funcionarios corruptos para obtener licencias y, cuando se les obliga a cerrar, recurren al arbitraje internacional para reclamar pérdidas». Andrea Reyes, diputada de Semilla y miembro de Raíces, sitúa Cerro Blanco dentro de la herencia de redes político-criminales que capturaron el Estado y que hoy tratan de torpedear al Ejecutivo. Con todo, el balance es demoledor: en dos décadas, la mina ha aportado al Estado apenas 8.900 quetzales, menos de mil euros.

El megaproyecto de óxido de hierro en Lempira. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

LA ALFOMBRA MÁGICA DEL NÍQUEL

Desde Jutiapa, seis horas de carretera bastan para que el paisaje oriental se vuelva denso, casi pegajoso. Cerca quedan Belice y el mar Caribe; al sur, Honduras. La carretera asciende entre laderas de un verde irregular y serpentea sobre tierra rojiza hasta que el lago aparece sin previo aviso. Izabal se abre entonces como una extensión inmensa de agua dulce, la mayor entre el Mississippi y el Amazonas. Mucho antes de las concesiones mineras, el pueblo maya Q’eqchi’ ya habitaba estas orillas. Hoy, cuando el níquel ha llegado a teñir de rojo sus aguas, la comunidad lucha contra el proyecto Fénix de El Estor, expresión descarnada de la lógica extractiva en la región.

«Por esta lucha yo ya perdí. Mataron a mi hijo. El primero de octubre de 2012 mataron a mi hijo», repite Rodrigo Tot, líder espiritual de Agua Caliente Lote 9, una pequeña comunidad de Q'eqchi 'Maya ubicada en el municipio de El Estor. El joven participaba en la resistencia contra la mina y viajaba en un autobús cuando fue acribillado a tiros, mientras que el hermano que lo acompañaba sobrevivió con una bala alojada en el cuerpo. «Fue planeado por sicarios», insiste Tot.

El caso quedó archivado y pasó a engrosar el largo historial de violencia e impunidad que acompaña al proyecto Fénix desde su reactivación en 2004. Se trata de una de las mayores minas de níquel a cielo abierto de Centroamérica, operada durante años con licencias que exceden los límites legales. En 2011 el proyecto pasó a manos del consorcio Solway, de capital ruso-suizo y vinculado a la familia Bronstein, que opera en El Estor a través de la Compañía Guatemalteca de Níquel (CGN) y levantó la planta Pronico, desde la que exporta eferroníquel a través de Puerto Barrios.

La investigación “Mining Secrets” destapó un sistema sostenido de control y coerción cimentado en el espionaje a pescadores y periodistas, clasificación de vecinos como «amigos» o «enemigos» y financiación de la Policía para continuar con la extracción pese a órdenes judiciales de suspensión y la contaminación de cuencas hidrográficas. En 2017, el lago se tiñó de rojo y la Gremial de Pescadores salió a protestar. La represión policial se saldó con la muerte del pescador Carlos Maaz, un episodio que fue negado hasta que el periodista Carlos Choc lo documentó; desde entonces, él mismo quedó atrapado en una persecución judicial. Ese solo fue un episodio que forma parte del entramado de despojo y criminalización que Jonathan Martínez reconstruye en “Hijos del níquel”, publicado en esta misma revista.

En 2019, los tribunales ordenaron detener la mina y realizar una consulta. Tras presiones de la empresa, aparece de nuevo el nombre de Giammattei, que en 2021 decretó el estado de sitio en El Estor, militarizó el territorio y promovió una consulta sin garantías. En ese contexto estalló el caso de “la alfombra mágica”: la Fiscalía investigó la supuesta entrega al expresidente de una alfombra llena de millones de dólares en efectivo por empresarios vinculados a la empresa para asegurar licencias. El fiscal que lo investigó terminó en el exilio y la causa, enterrada. Giammattei nunca fue investigado hasta que en 2024 EEUU lo sancionó.

El valle del Aguán, verde y cercado por la violencia. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

El avance de las investigaciones internacionales forzó la retirada de socios, la caída de las acusaciones contra el periodista Carlos Choc y sanciones a filiales del grupo entre 2022 y 2024 bajo la “ley Magnitsky”. La presión obligó a detener temporalmente la mina. Sin embargo, Washington terminó levantando las sanciones y, con el escándalo ya enfriado, Solway creó en Nueva York una nueva filial, Fenix Nickel, para relanzar el proyecto y pasar página en Guatemala.

Hace dos años, la Corte Interamericana condenó a Guatemala por violar los derechos de la comunidad maya Q’eqchi de Agua Caliente y ordenó titular sus tierras y realizar una consulta real sobre el proyecto Fénix. Nada se ha cumplido. Esa distancia entre el papel y la realidad cotidiana es la que describe Rolando Pop, maestro de la comunidad Lote 9, donde viven 64 familias, partidas en dos. «La empresa minera entró aquí ilegalmente a hacer preparaciones, llegaron con engaños y empezaron la perforación», señala. Al despojo de tierras, se suman lodos contaminados, vapores rojizos irrespirables y partículas tóxicas en el aire muy por encima de los límites recomendados, un sedimento rojo que cubre los tejados y una cadena de afecciones a la salud. La palma africana cierra el cerco sobre las comunidades. «Estamos rodeados de palmas, ya no podemos sembrar nuestros alimentos; los peces fueron sacrificados con químicos...», señala otro líder comunitario.

óxido de hierro en el aguán El caso de El Estor forma parte de un engranaje mayor, un modelo extractivista que en Honduras alcanza su expresión más brutal, sostenido por estructuras estatales capturadas por intereses narco-oligárquicos. Juan López lo sabía. El 14 de septiembre de 2024, a la salida de la iglesia, fue abatido a balazos, días después de denunciar redes de corrupción en su municipio y de exigir la dimisión del alcalde Adán Fúnez, señalado por sus vínculos con el narcotráfico y la implantación del proyecto minero Inversiones Los Pinares/Ecotek.

López formaba parte del Comité Municipal de Defensa de los Bienes Comunes y Públicos (CMDBCP) del Valle del Aguán, situado entre lomas verdes esculpidas por el clima caribeño que ya se anuncia en el paisaje. En esta región, atravesada por conflictos vinculados a la actividad extractiva, organizaciones hondureñas denuncian la muerte de 200 campesinos en la última década, y al menos ocho de ellos estarían relacionados con este caso concreto.

El proyecto minero se localiza en Tocoa (Colón), dentro del Parque Nacional Montaña de Botaderos Carlos Escaleras, llamado así, valga la redundancia, en memoria del ambientalista fallecido por defender este territorio. Se trata de un megaproyecto de extracción de óxido de hierro, integrado en un complejo industrial que combina áreas de explotación, una planta de procesamiento y una termoeléctrica de coque.

El lago Izabal. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

La empresa pertenece a la familia Facussé, uno de los clanes más sonados de la oligarquía hondureña, que cuenta con un largo historial de despojo de tierras en el valle del Aguán a través de la expansión de palma.

En 2013, el Ejecutivo de Juan Orlando Hernández, expresidente indultado hace unas semanas por Donald Trump, después de haber sido condenado en EEUU por narcotráfico, alteró los límites del parque para permitir la expansión de la mina en una zona de máxima protección ambiental pero que a su vez es uno de los corredores históricos del narcotráfico en Honduras. En Colón se asentaron Los Cachiros, una organización que llegó a controlar hasta el 90% del tránsito de droga que cruzaba el país.

Allí, la procesadora y la termoeléctrica se alzan a escasos metros de la comunidad de Nueva Lempira, con un impacto directo y sobre el territorio que se mide en nacimientos de agua destruidos, contaminación de los ríos Guapinol y San Pedro y un riesgo grave para la salud y el equilibrio ecológico en una de las zonas de mayor biodiversidad de Honduras.

Desde lo alto, la planta industrial se impone como un esqueleto de acero, una mole alrededor de la cual parece gravitar todo el territorio. «Vivimos bajo amenaza constante, pero también con polvo, ruido y vibraciones; las casas se agrietan y la Policía está de su lado. Aquí no estamos seguros», dice una vecina de Nueva Lempira, que pide anonimato. Otro habitante apunta a una estrategia conocida: «Ofrecen trabajo y desarrollo, y la necesidad empuja a algunos a hablar bien del proyecto. Incluso intentaron falsificar firmas para hacer creer que lo habían socializado con la comunidad».

Frente al río Guapinol, Juana Zuñiga, del Comité Ambiental de Guapinol, habla despacio, como si todavía costara nombrar a Juan López. «Aún no hemos superado su muerte. Supieron dónde golpearnos», dice, para a continuación detallar que «desde 2012 estamos en la lucha. Tenemos familias desplazadas, una de 42 personas, y tres compañeros asesinados».

Leonel George explica que el cabildo abierto de 2019 que declaró a Tocoa libre de minería fue archivado y traicionado. Cuando la comunidad habló, el Estado miró a otro lado y, después, fabricó actas, jueces y causas penales para proteger a la empresa. Él acabó preso junto a otros siete defensores ambientales en una detención que la ONU declaró arbitraria, mientras la mina era custodiada por hombres armados y amparada por policías, fiscales y militares.

Elda Ramírez lava los platos en su casa, cerca de la mina Cerro Blanco, en Guatemala. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

El Decreto 18-2024, impulsado por Juan López antes de su muerte, restituía sobre el papel los límites originales del Parque Nacional Carlos Escaleras y prohibía la minería en su interior. El Gobierno de Libre acompañó la decisión con la creación de los llamados batallones verdes, presentados como un escudo ambiental para todo el país. Pero en Guapinol, sostienen las comunidades, poco ha cambiado. La mina quedó suspendida en los comunicados oficiales mientras la actividad, dicen, nunca se detuvo del todo.

Ligia Ramos, del Partido Salvador de Honduras, resume así la brecha entre el decreto y su cumplimiento: el Ejecutivo de Xiomara Castro «usó la ley como discurso, pero no la ejecutó». Señala además como síntoma político la falta de avances con el Acuerdo de Escazú, el tratado regional que busca garantizar derechos de acceso (información, participación y justicia) y reforzar la protección ambiental. Jari Dixon, diputado de Libre, admite que parte de las decisiones se quedaron en el plano formal, pero reivindica que en el país «no hay minería a cielo abierto porque existe una prohibición del Ejecutivo» y subraya que, «con otro Congreso y con otro partido, esto hubiera sido imposible». Hoy, con Xiomara Castro y Libre ya fuera del poder tras perder las elecciones, incluso aquella promesa mínima se ha diluido.

El padre Melo -Ismael Moreno, jesuita, director de Radio Progreso y del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC)- encuadra el conflicto minero en una estructura histórica más amplia. «Honduras es el modelo paradigmático de enclave: no se puede entender el país sin esa penetración económica, política y cultural de poderes externos», explica. Una lógica que arranca con la minería, se consolida con las bananeras y hoy adopta nuevas formas como el narcotráfico. «EEUU ha sido clave en ese proceso, ya que Honduras fue pensada como territorio geopolítico, como enclave y como patio trasero», afirma. Por eso, añade, los cambios políticos apenas alteran el fondo. «Los actores que sostienen el modelo extractivo siguen intactos», indica.

La niquelera de El Estor, en Guatemala. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

VUELTA AL ORO EN EL CORPUS

El Corpus tiene un guardián en la entrada: un cocodrilo dorado, inmóvil, con brillo de monumento. La leyenda local asegura que el animal real, hecho de oro, sigue vivo, escondido en lo profundo de la mina, y que por eso lo levantaron allí junto a un minero, como una postal oficial de lo que manda en el municipio. Un gran arco amarillo remata la escena: «Tierra de oro y plata». En El Corpus se extrae oro desde 1585, desde los primeros tiempos de la colonia española, y la minería ha marcado durante más de cuatro siglos el pulso de este pueblo del sur de Honduras, enclavado en el llamado Corredor Seco, donde el calor cae a plomo y el agua escasea.

Hoy es un territorio agujereado. Túneles, socavones y maquinaria forman parte del paisaje. Para buena parte de sus habitantes, el oro y la plata que salen de la tierra no compensan la falta de agua ni la contaminación de la poca que queda. Germán Chirinos y Tomasa Peralta, de la Plataforma de Afectados por la Minería en el Sur de Honduras, coinciden en que la minería en esta zona del país es «un tema complicado, por lo riesgoso y por lo complejo». La extracción convive con una red de actividades ilícitas como «narcotráfico, tráfico de armas, trata, violencia doméstica e intrafamiliar, violaciones y asesinatos», enumeran. Describen un territorio donde «la autoridad o la policía no hacen más», porque «prácticamente está comandado por la narcoactividad». Solo en los últimos dos años, señalan, se han registrado al menos 57 muertes en la zona.

Bandas como “Los Pelones” y “Los Zorros” se disputan el control del territorio y del oro que, además de extraerse de forma industrial, se obtiene de manera artesanal por los llamados “güiriseros”, personas que se adentran en pozos estrechos y profundos en busca de metales preciosos. La actividad es extremadamente peligrosa y está marcada por el uso de sustancias tóxicas. El mercurio y el cianuro, utilizados para separar el oro de otros minerales, funcionan como imanes químicos que aglutinan microfragmentos del metal en pequeñas bolitas listas para la venta. En 2014, once mineros murieron al quedar soterrados en una mina artesanal, pero sus cuerpos nunca fueron recuperados.

Lejos de frenarse, la actividad minera se ha desplazado hacia el propio casco urbano. Vecinos y organizaciones denuncian que la empresa Cerros del Sur está adquiriendo terrenos en el centro del municipio y la explotación a cielo abierto continúa pese a la ausencia de licencias y la prohibición del Gobierno. Las consecuencias ya son visibles: viviendas dañadas, carreteras debilitadas y una iglesia histórica que comienza a agrietarse y a inundarse.

En El Corpus, la principal empresa transnacional es Cerros del Sur. «Todo el oro que se produce se va para EEUU», llegó a admitir al medio “Contracorriente” un funcionario de la Alcaldía. Pese a las restricciones legales y a las prohibiciones, las empresas continúan extrayendo un metal cada vez más escaso. Pero esa escasez intensifica la disputa, y las compañías se sirven de intermediarios y empujan a las bandas a pelear por el control de los túneles. «Asesinan a los niños del túnel; sus familias ni siquiera los pueden sacar», relatan vecinos del municipio.

El 6 de junio de 2025, unas 400 personas lograron movilizarse en El Corpus para protestar contra la actividad minera, pese al intento de amedrentamiento de la noche anterior, marcada por disparos en las calles. A la contaminación de las fuentes hídricas y a la escasez de agua se suma una inseguridad creciente, alimentada por los conflictos ambientales. Los vecinos hablan de mineros enfrentados entre sí por pedazos de tierra para excavar, agresiones contra pobladores y organizaciones que rechazan la actividad, y un aumento del consumo y la venta de droga en los últimos años. «Es difícil luchar contra la mina en un municipio que lleva siglos viviendo de ella», señala Chirinos.

Rodrigo Tot, a cuyo hijo mataron por protestar contra la mina. René Posada - Marvin Díaz (Acafremin)

¿MINERÍA FUTURA?

La gira se cierra en El Salvador, donde el conflicto extractivo vuelve a ganar terreno. Tras la prohibición histórica de la minería metálica en 2017, el Gobierno de Nayib Bukele aprobó en diciembre de 2024 una nueva ley que reabre la puerta al sector en un país con grave estrés hídrico.

El patrón, sin embargo, desborda las fronteras salvadoreñas. «Hemos llegado a la conclusión de que las tierras de interés minero en Nicaragua, Honduras y Guatemala están entre el 40% y el 50% del país, y en torno al 30% en El Salvador. Pero estas empresas generan menos del 1% de los puestos de trabajo, no aportan nada», resume Pedro Cabezas. Centroamérica, como otras regiones de América Latina, vuelve a aparecer así como territorio sacrificado para los mercados globales: «A medida que se va desarrollando la transición energética a nivel mundial, desgraciadamente, nosotros tenemos que desempeñar otra vez el papel de fuente».