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la unión de un pueblo

Los cosacos de Pervomaisk

La guerra fratricida entre las tropas ucranianas y los prorusos ha dejado a los civiles en una situación límite en el este de Ucrania. En la ciudad de Pervomaisk los cosacos se han convertido en la única esperanza para un pueblo que sobrevive escondido en refugios y viviendo peor que durante la II Guerra Mundial.


A las afueras de la ciudad de Pervomaisk se encuentra un pequeño batallón de soldados cosacos que vigilan, las 24 horas del día, posibles incursiones del ejército ucraniano. Son la primera línea de defensa de la ciudad. Listos para dar la vida por sus compatriotas y sacrificarse por un bien común. «Los cosacos somos guerreros y siempre hemos estado preparados para luchar y defender nuestra patria de los invasores. Antes de que esta guerra estallase nosotros ya estábamos armados y preparados para defendernos de nuestros enemigos», sentencia Vladimir Victorovich Ivlegoduyka, capitán cosaco. «Aunque nos hayamos posicionado del lado de los prorusos no significa que simpaticemos con su causa. Nuestra causa es la cosaca, nada más. Luchamos por nuestro pueblo y morimos por nuestro pueblo, no nos importa nada más», matiza el oficial.

Todos los cosacos, independientemente de su edad, siguen teniendo muy presente la historia de su pueblo y todos claman por la fundación de una nación cosaca. No son rusos, ni ucranianos, ni europeos. Ellos son cosacos y luchan por su causa y por su pueblo. Los cosacos, un pueblo digno y que lucha por mantener su identidad por encima de ideologías o estrategias. Una estirpe de bravos y valerosos guerreros.

Algo que distingue a las unidades cosacas del resto de batallones prorusos es la presencia de las mujeres en primera línea. Natacha tiene 27 años y es madre de una niña de cinco años, pero eso no le impide pertrecharse con su uniforme de camuflaje, coger su AK-47 e ir al frente. «Mi abuelo era cosaco. Mi padre es cosaco. Mi marido también lo es… y yo estoy orgullosa de serlo. Por eso estoy aquí. Para defender a mi pueblo y dar mi vida por mi gente», comenta Natacha.

Además de combatir, Natacha es la encargada de alimentar a sus compañeros de batallón. «Al final, los hombres no son nada sin las mujeres», ríe. «Ellos cuidan de mí y yo de ellos. Somos una gran familia bien avenida», subraya.

Natacha, al igual que sus camaradas, es descendiente de los cosacos de Zaporiyia, quienes establecieron en 1649 un semi-estado militar cosaco en la región de Zaporozhia, cerca del río Dniéper, el germen de la actual Ucrania.

En los siglos XVII y XVIII se convirtieron en una potente fuerza militar que llegó a desafiar la autoridad del imperio otomano o al mismísimo zar de Rusia. Su leyenda se extendió rápidamente gracias, entre otras, a la victoria que lograron sobre las hordas del sultán otomano Mehmed IV en el año 1676. Los cosacos zapórogos, liderados por Iván Sirkó, llegaron a enviar una misiva al sultán repleta de insultos y obscenidades para dejarle claro que no tenían intención de someterse a su dominio. «Oh sultán, demonio turco, hermano maldito del demonio, amigo y secretario del mismo Lucifer. ¿Qué clase de caballero del demonio eres que no puedes matar un erizo con tu culo desnudo? El demonio caga, y tu ejército lo traga. Jamás podrás, hijo de perra, hacer súbditos a hijos de cristianos; no tememos a tu Ejército, te combatiremos por tierra y por mar, púdrete», le escribían.

Pero aquellos tiempos gloriosos quedan muy lejos. En la actualidad –los datos corresponden al censo oficial de 2002–, solo quedan unos 660.000 cosacos, muy lejos de los casi cuatro millones de 1917, repartidos, en su mayoría, en las regiones fronterizas del sur de Rusia, entre ellas Ucrania. Pero a partir de 1920 se inició una brutal represión contra este pueblo. Stalin ordenó persecuciones, deportaciones en masa y ejecuciones sumarias después de que las huestes cosacas luchasen contra el Ejército bolchevique en la guerra civil de 1919. Más de dos tercios de la población cosaca fueron exterminados en los primeros 10 años del Gobierno soviético.

La unión de un pueblo. Cuando la guerra golpeó el sur de Ucrania, los cosacos tomaron partido del lado proruso por su afinidad histórica y por tener vínculos ancestrales con ellos, pero su fin último no deja de ser la creación de un territorio autónomo que abarque desde el río Dniester hasta las estepas del río Ural. Y es que a los cosacos se les considera los progenitores de la actual Ucrania.

Desde hace más de dos años, el Gobierno de Kiev no paga las pensiones a los jubilados, ni los salarios a los funcionarios públicos, lo que ha llevado a la mendicidad a cientos de miles de ucranianos que se han quedado atrapados en la zona del conflicto. Los civiles tratan de sobrevivir como pueden. Dependen, en muchas ocasiones, de la solidaridad de los cosacos. «Nos ayudan con ropa de abrigo para los niños, con comida o con mantas. Esta guerra lo que ha conseguido es que nos unamos aún más y seamos como una gran familia. Sin ellos ahora mismo estaríamos desamparados», reconoce Nina Timofeevna.

Tiene 67 años y vive desde hace meses en el mismo refugio que Katia, una anciana vecina suya. Los bombardeos destrozaron su casa y se refugió en el subsuelo junto con su hija, disminuida psíquica. Nina ha colocado varias rebanadas de pan duro en una sartén que se calienta al fuego. «Esa será nuestra cena hoy. Eso y un vaso de café», se queja. «Nosotros no podemos ir a los comedores sociales porque están muy lejos. Si empezasen los bombardeos nos pillarían en medio de la calle, sin poder huir y moriríamos. Katia, con 82 años, no está para correr», denuncia Nina.

Sus ojos miran al infinito. La tristeza de su alma se dibuja en su rostro. El tic-tac de un pequeño reloj rompe el silencio de la habitación. Katia respira profundamente. Permanece sentada en una modesta butaca desvencijada por el paso del tiempo. Esta anciana de 82 años es consciente de que su vida se va apagando poco a poco. Tic-tac. Katia vive en un refugio construido durante la Guerra Fría y cuya función era la de albergar a cientos de civiles en caso de ataque nuclear. Desde agosto, se ha convertido en su hogar. «No puedo volver a mi casa porque todas las ventanas están rotas y hace mucho frío por la noche. No tengo a donde ir», se lamenta esta anciana que vive hacinada en una destartalada habitación, de paredes mohosas y desconchadas.

«En la Segunda Guerra Mundial la situación no era tan mala como ahora. He visto a varios vecinos morir de hambre y no quiero que eso me pase a mí. Yo no quiero morirme así», comenta entre sollozos. Katia tenía solo seis años cuando los nazis asolaron su ciudad, pero aún conserva destellos de aquellos funestos días. «Había combates, bombardeos, había hambre… pero no nos matábamos entre hermanos. Nos ayudábamos entre nosotros», afirma volviendo a mirar al infinito y a quedarse silente mientras ojea una biblia de color azul.

Pero su situación no es extrema gracias a la presencia de los cosacos. Ellos se han convertido en el alma mater de Pervomaisk y en los ángeles de la guarda de miles de civiles que se han visto abandonados por el Gobierno de Kiev y por los rebeldes pro-rusos. «Los cosacos somos una gran familia. Todos tenemos vínculos. Todos nos ayudamos. Todos luchamos juntos. Todos morimos juntos. Este es el secreto de nuestra fuerza, la unión de un pueblo contra el opresor extranjero que quiere echarnos de nuestras tierras», comenta el comandante Yevgeniy Ishenko.

Este pueblo orgulloso de sus raíces y de su gloriosa historia no recuperó sus tradiciones hasta finales de los años 80, justo en la decrepitud de la URSS. El 14 de noviembre de 1989 el Soviet Supremo hizo pública la rehabilitación del pueblo cosaco: «Reconocemos la ilegalidad y criminalidad de actos represivos en contra de los pueblos, víctimas de desplazamientos forzados y la necesidad de garantizar sus derechos». De esta manera, se reconoció a la comunidad cosaca como un pueblo que sufrió el terror masivo, sistemático y organizado por parte de las autoridades soviéticas.

La llegada de la Perestroika, además, dio alas a los cosacos para volver a formar nuevos voiska (nombre que reciben los ejércitos cosacos). Desde entonces, han tomado parte de manera activa en los conflictos de Kosovo, Abjasia, Chechenia o Ucrania.

Luchar por un país propio. Nadia come con ansia. Colma la cuchara con sopa. Muerde con avidez el mendrugo de pan. El hambre se ha convertido en su único compañero de juegos. Larisa, su madre, observa a su hija de 4 años. No puede reprimir las lágrimas. Vive en medio del frente de combate. Por un lado, tiene a la artillería ucraniana y, por otro, a las tropas cosacas. «He estado semanas sin comer, salvo algunas hierbas que crecen en mi jardín», se lamenta esta mujer madre de cuatro hijos y que lleva sin poder cobrar su salario desde que comenzó la guerra en el este de Ucrania. «Nosotros no vivimos, solo sobrevivimos», denuncia.

El llanto de la mujer es ahogado por el sonido de las cucharas golpeando los platos de sopa vacíos. Un ejército de caras tristes y cansadas abarrota el comedor social de Pervomaisk. La comida escasea en la ciudad y cientos de personas llenan los diferentes comedores de la ciudad, donde reparten un plato de sopa caliente y un pedazo de pan. «Damos de comer a más de 2.000 civiles. Son tiempos muy difíciles», afirma Yevgeniy Ishenko, comandante cosaco en la ciudad de Pervomaisk. «Cada día vemos a nuestros vecinos agradecidos, nos dan las gracias por llevarse algo caliente a la boca. Pueden repetir todas las veces que quieran…», afirma orgulloso.

Los cosacos se han convertido en la única esperanza para los miles de civiles que se han quedado en la ciudad resistiendo los bombardeos y los combates que se producen a las afueras. «Esta es nuestra tierra. Este es nuestro pueblo. Aquí nacimos y aquí moriremos. Soy cosaco y llevo toda la vida preparándome para sacrificarme por mi pueblo. Estoy listo para morir», comenta Nikolai Valerievich Tsarkov, capitán cosaco. «Esta tierra, históricamente, nos pertenece. Nosotros no queremos ser europeos, ucranianos o rusos… nosotros somos cosacos y defendemos la tierra de nuestros antepasados. Esta tierra está regada con nuestra sangre y así seguirá siendo», sentencia.

«Luchamos para que los cosacos podamos tener un país propio sin depender de nadie. Tenemos derecho a esta tierra, más derecho que los ucranianos y no nos van a echar de ella. Soy cosaco y me siento cosaco», finaliza con vehemencia.