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PSICOLOGÍA

Identidades en construcción (I)


Cada vez más los tránsitos propios de la adolescencia se prolongan a edades más tardías. Coinciden en el tiempo con el final de los cambios hormonales que han cambiado el cuerpo por completo, de niño y niña a joven, expresando los cambios propios de cada sexo. La pubertad acaba con este proceso, pero la adolescencia, la transición psicológica que acerca a la persona a la edad adulta, tiene un avance más lento. En este lado del mundo, es habitual que los logros de esa edad estén muy relacionados con lo que esperamos socialmente de un adulto: que sepa buscarse la vida en el futuro. Nos preocupamos de sus estudios porque les darán la oportunidad de elegir otros estudios que finalmente les darán la oportunidad de trabajar, esperemos, en algo que les provea de ingresos y que les guste.

Por tanto, las interacciones con ellos están muchas veces guiadas por el “hacer”, y nos frustramos al comprobar que ese acto, que nosotros vemos tan claro, para ellos y ellas es un paso que se cursa con parálisis las mayoría de las veces. Son conscientes de las expectativas, de lo que se espera que consigan en el mundo “de fuera”, y lo lograrán en tanto el mundo “de dentro” vaya encontrando maneras de avanzar hacia la consecución de sus propios objetivos –irrenunciables, por cierto–. Y en medio de todo este trajín, escuchan palabras como responsabilidad, madurez o coherencia, que habitualmente tienen más que ver con la impaciencia adulta que con una adquisición real y apegada a su tiempo de esas cualidades. Se preguntan «¿soy madura?», «¿responsabilizarse es hacer cosas que uno no quiere?», «¿soy coherente?». Ya que, para el final de la adolescencia, el muchacho o la muchacha se va acercando a la creación de un concepto de sí, y estas apreciaciones adultas son estímulos muy importantes.

Cuando hablábamos de esos objetivos “por dentro”, hablamos de una tarea inevitable sobre la que se asentarán todas las expectativas adultas –y, poco a poco, propias–, y su ejecución: a lo largo de los años de la adolescencia, a través de este valor que le dan los demás, de su autoobservación, de la reflexión sobre sí, de las experiencias personales y de las confluencias y contradicciones de lo anterior, surge el deseo de afianzar esta mirada de sí mismos, de sí mismas. Al contrario de lo que muchas veces concluimos los adultos de forma simplista, poco les da igual. Es una necesidad, un ímpetu, construir una representación de sí que tenga cierta continuidad con quienes han sido hasta el momento, y poder así “pensarse” mejor hacia el pasado y el futuro; también van a concluir en qué se diferencian de sí mismos en otros momentos o de los demás, mientras descubren su propia complejidad, como son distintos en función de sus roles o facetas.

De este modo, en el futuro y haciendo todo esto, pueden poco a poco imaginarse en otro lugar interno y externo –a veces, de manera idealizada, pero al fin y al cabo esa idealización es una condensación de sus deseos, objetivos, proyectos y de los modelos que eligen–. Idealmente también, al final de todo ese proceso podrán aceptar e integrar sus diferentes formas de actuar y pensar en una personalidad coherente. También disminuirán los focos de conflicto con el mundo, siempre y cuando puedan dar un significado a lo que antes les parecía irresoluble. Por la complejidad también del mundo en el que vivimos hoy, sus recovecos y cada vez de más difícil predicción, para ellos, proyectarse hacia el futuro sin acabar de resolver lo anterior y usando las expectativas adultas que nacen de la experiencia de otros tiempos es una acción mental en sí misma incierta.

Si además les transmitimos la idea de que «ya lo tienen que saber», quizá la sensación de inadecuación aumente. La próxima semana hablaremos de cómo echarles una mano.