El hotel de los voyeurs
[Crítica: 'Malos tiempos en El Royale']
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Realidad o mentira. Existe un hotel construido primero sobre territorio indio, y después justo sobre la frontera entre los grandes estados de California y Nevada. La línea que separa uno del otro marca también la partición en dos del propio establecimiento. En un hemisferio del edificio se puede beber; en el otro, no. En una ala las suites cuestan un dólar más que en la otra. En algunas zonas se puede jugar y en las otras no. Se el Royale, parada obligatoria para todo viajante con ganas de olvidar sus problemas, pasarlo en grande e impregnarse del glamour con el que incontables celebridades han ido impregnando el lugar durante décadas.
Realidad y mentira. Un reverendo en el invierno de la vida ha dice no recordar muy bien en qué habitación desea alojarse. Una cantante de soul afirma no tener ningún problema con dicha elección. Un vendedor de aspiradoras está empeñado en dormir en la cama más grande y cómoda del establecimiento. Una hippie observa con desgana este tropel de personajes, y se limita a insultar a todo aquel que ose dirigirle la palabra. Mientras, el botones (a su vez recepcionista, a su vez camarero) intenta poner orden. En el hotel, claro está, pero también en su atormentada existencia.
El segundo y esperadísimo largometraje de Drew Goddard está encarnado por todos esos personajes (interpretados por un reparto tan de lujo, que se permite desaprovechar la presencia de nombres como Nick Offerman o Xavier Dolan), y sucede ahí mismo, entre esas paredes... que esconden otras muchas paredes. A nivel de planteamiento de planos, “Malos tiempos en el Royale” destaca por el gusto al frame dentro del frame. Al encuadre que busca otros encuadres para enmarcar doblemente a sus personajes. Cada uno de ellos está doblemente encerrado: dentro de la habitación, que está dentro del hotel, pero también dentro de la mentira, que está dentro de su particular realidad.
Después de haber debutado ni más ni menos que filmando el fin de la Historia del cine de terror (solo así cabe definir su magistral ópera prima, “La cabaña en el bosque”), había mucho interés por ver si lo de su autor había sido flor de un día o si, por el contrario, era un manantial que se podía seguir explotando. Pues bien, la sensación que deja su nueva película nos hace pensar más en lo segundo, aunque sin llegar a despejar todas las dudas de la primera corriente de opinión.
Al igual que en su debut, Goddard no oculta la voluntad de que sus imágenes pasen la barrera visual para que se instalen en una esfera mucho más cerebral, quién sabe si espiritual. A veces lo hace con tanto descaro que hasta recurre a la literalidad dialéctica. En una de las escenas más reveladoras del film, el personaje encarnado Chris Hemsworth reclama, a grito pelado, el valor alegórico de sus ocurrencias. Por aquello de combatir al aburrimiento, prueba con hacer luchar a muerte a dos de sus más fieles acólitas. A la primera le atribuye el rol de «el Bien»; a la segunda, el del «Mal».
Por supuesto, la cinta es más interesante (y desde luego, estimulante), cuando tira de más sutileza. Haciendo alarde de pluma, el director y, sobre todo, guionista, coloca con suma habilidad las piezas sobre el tablero. Compartimenta la narración y la hace avanzar y recular para que el espectador, poco a poco, vaya completando un puzzle altamente volátil. La gracia con la que se prepara la violencia es comparable al de los tan anunciados estallidos. Como lo hacía Tarantino en aquel hotel (precisamente) de “Four Rooms”. Mientras, la filia marca de la casa por la narración tipo matrioska, unida a la particularidad del escenario, nos remiten al “Motel del voyeur” de Gay Talese (todavía a la espera de la tan anunciada adaptación a manos de Sam Mendes).
Drew Goddard sigue tirando de espejos falsos para inmiscuirse en una intimidad terriblemente reveladora. El observador termina siendo observado, y expuesto. Suenan ecos, en la memoria, del escándalo Watergate. Richard Nixon, por cierto, se deja ver en la pantalla de un televisor, Charles Manson llama a la puerta en mitad de la noche y los recuerdos traumáticos de la guerra del Vietnam nos despiertan de un sueño pesadillesco. La -penosa- lucha por los derechos civiles, JFK y el informe McNamara vendrían a ser solo algunos de los muchos hits pinchados por la gramola de El Royale. Ahí está la gracia de la propuesta, en lo bien que fisgonea en los traumas de la América de los unos años 70 que, de repente, parece que no se hayan superado.
Estupendo Goddard, una vez más, en las labores de escritura; en las presentaciones. Por desgracia, cuando toca entrar en el desarrollo y posterior conclusión, el hombre se traba. No ayuda el torpe montaje de Lisa Lassek, empeñado en cortar el ritmo de una narración que pedía avanzar con una o dos marchas más. Cuando todo está dispuesto para la traca final, esta estalla a cámara lenta, tomando mucho más tiempo del que pide la sangre, y claro, al final, parece que a la película le sobra metraje. Demasiados personajes, demasiadas tramas, demasiadas líneas temporales... En el fondo, tenía que ser así. Drew Goddard y otra pieza de cine del exceso. Descompensada, imperfecta, y en parte por esto, fascinante. La fusión con el objeto de estudio es, para bien o para mal, óptima.