Antes de la Concha de Oro
Sobre la importancia que, a pesar de todo, debemos dar a la 67ª edición de Zinemaldia.
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Este es, sin lugar a dudas, mi momento favorito de cualquier festival de cine: la calma antes de la tempestad (del palmarés). Estas pocas horas en las que la reflexión todavía se hace en caliente; con la velocidad de crucero puesta... y en las que todavía no estamos condicionados por unos premios que, inevitablemente, se convertirán en el nuevo centro gravitacional. Antes de que Neil Jordan (presidente del jurado), Pablo Cruz, Lisabi Fridell, Bárbara Lennie, Mercedes Morán y Katriel Schory emitan sus fallos, es el momento ideal para resaltar aquello en lo que creo que esta 67ª edición de Zinemaldia ha acertado, y aquello en lo que, precisamente, ha fallado.
Mis sensaciones generales, siento decir que no son buenas. O por aquello de amortiguar el golpe, no son tan buenas como esperaba... o como cabe siempre esperar en un certamen de “clase A”, vaya. Un año más (y este, especialmente) se confirma la anomalía del escaparate cuyo género propio se ve deslucido por el importado. En la primera línea tenemos, cómo no, la Sección Oficial... pero los ojos de mucha gente miraban un poco más allá, es decir, hacia Sundance, Berlín, Cannes, Locarno o Venecia.
De ahí han llegado algunos de los grandes hits que han marcado el tono, las discusiones apasionadas y los debates civilizados de la cinefilia en Donostia. Por la mañana, en la ahora mucho más digna cola de recogida de invitaciones, era fácil acertar las secciones por las que los acreditados se habían pasado el día anterior. El principio raramente fallaba: las caras alegres se debían a Perlak, y las largas a una Competición que no acababa de encontrar el ritmo. Y que a mi parecer, no lo encontró.
Llego a la línea de meta con la seguridad de que, pasadas pocas semanas, serán aún más pocas las películas a Concurso por la Concha de Oro que sobrevivirán en mi memoria. De las diecisiete (menos una) cintas que me tocó analizar, siento que la amplia mayoría se quedó en la peor de las indefiniciones. Es decir, que eran títulos que no estaban demasiado mal... aunque esto no implicaba que estuvieran realmente bien. No molestaban excesivamente, pero tampoco aportaban nada especial. A Zinemaldia, creo que hay que pedirle más.
Por mucho que, efectivamente, el calendario sea esta especie de fuerza mayor que juega en contra de los intereses donostiarras. Digamos que el buffet abre en mayo, y que pasa septiembre, ya queda poco alimento. La Croisette, como siempre, es ese monstruo insaciable que deja las migajas para los demás, y luego va la Mostra, y justo después Toronto, y a las pocas semanas Nueva York. Y entre estos dos últimos, tenemos Zinemaldia, este gran festival al que la competencia le viene grande. Así pues, queda pues contentarse con las pequeñas alegrías, que las ha habido; que han sido minoría... pero que han convencido. Con un poco de suerte (o de finura por parte de Neil Jordan et altri), aún podrían marcar el recuerdo de esta 67ª edición.
Empezando en casa, el cine vasco saldó con muy buena nota su participación en todas las secciones por las que se dejó ver. En la deprimida Oficial, Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga nos (y se) reanimaron con ‘La trinchera infinita’, portentoso cine del encierro para asfixiarnos con las heridas de un conflicto civil mal resuelto a lo largo de un penoso (y eterno) período de posguerra. En Nuevos Directores, Maider Fernández Iriarte enterneció con ‘Las letras de Jordi’, sencillo pero lúcido (y muy sincero) estudio sobre el milagro de la comunicación. Mientras, en Zabaltegi-Tabakalera pudimos recuperar el realismo mágico de Ion de Sosa y Chema García Ibarra en ‘Leyenda dorada’, nos dejamos arrollar por la inventiva visual de Izibene Oñederra en ‘Lursaguak (Escenas de vida)’ y nos ardió la sangre con la militancia de Maddi Barber en ‘Urpean Lurra’.
De vuelta al Concurso, Catalunya aportó su granito de arena con la confirmación de Belén Funes en su primer largometraje. ‘La hija de un ladrón’ fue claramente la gran revelación de la Sección Oficial, y ahora mismo me parece que esta sería la Concha de Oro con más sentido. La que incluso podría cerrar esta 67ª edición con un balance positivo. Y si no, siempre podríamos suspirar por otra de las mayores campanadas: la que dio David Zonana con ‘Mano de obra’, inmisericorde cuento social sobre el monstruo de la desigualdad.
Lo que no estuvo tan bien, pero casi (no estamos para pedir más), fue ‘The Audition’, de Ina Weisse (alumna aventajada de Michael Haneke... pero alumna, al fin y al cabo), y sobre todo ‘Rocks’, de Sarah Gavron, drama juvenil algo errático en su presentación y nudo... pero emocionante en un desenlace luminoso; prácticamente perfecto. No hubo mucho más, la verdad, no al menos donde Zinemaldia se jugaba el prestigio que más importa: el suyo. Hablando de... lo más lógico sería ver a James Franco en la entrega de premios, ¿no? Creo que es lo único que le falta por hacer, y lo último que le falta a este festival para rematar la faena. En fin, que siempre nos quedará ‘Zeroville’, esa -valiosísima- película mala, que quería ser como las películas buenas. ¿Se entiende?