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Apocalipsis viral en China

Incertidumbre, ansiedad y miedo conviven con el coronavirus en un país que se ha detenido y que hace frente con todos los medios a su alcance a una crisis sanitaria que también impacta en la economía y la política.


Llaman a la puerta. No son los discretos toques con los que un mensajero anuncia la entrega de un paquete. Son golpes duros, apremiantes. Primero con los nudillos; unos segundos después, con la palma abierta. Dos mujeres ataviadas con trajes de plástico anaranjado, cuyos serios rostros están protegidos por una mascarilla quirúrgica y una visera rígida, se presentan como personal del Departamento de Salud de Shanghái y apuntan con un termómetro láser a la frente de los vecinos del barrio de Hongkou, situado al norte de la capital económica de China. 36,3 grados. Todo en orden.

- Necesitamos sus datos personales. Díganos dónde ha estado las dos últimas semanas y si tiene intención de salir de Shanghái–, pide la que ofrece un formulario.

- Por favor, no oculte datos. Hacerlo puede conllevar un castigo severo–, añade la que exige ver un documento de identidad para fotografiarlo junto al formulario rellenado.

- ¿Ha estado en la provincia de Hubei? ¿Ha tenido contacto con alguien de allí?–, inquieren antes de poner rumbo al siguiente apartamento.

El pasillo apesta a lejía. Como en muchos otros edificios de esta megalópolis de 24 millones de habitantes, las zonas públicas se desinfectan al menos dos veces al día. Los botones del ascensor se han cubierto con un film plástico que se limpia a menudo con alcohol, y las puertas del bloque están permanentemente cerradas. A su interior solo pueden acceder los residentes, así que cualquier paquete que llegue hay que ir a recogerlo a la calle.

“Coopere con las Autoridades. Juntos derrotaremos al coronavirus”, rezan ideogramas chinos en amarillo sobre fondo rojo en un cartel. Una nota adicional, pegada en la puerta, informa sobre la página web en la que los residentes pueden registrarse para comprar mascarillas, un elemento tan indispensable como escaso. Una vez rellenados los datos en la red, el Gobierno envía un mensaje en el que estipula dónde y a qué hora se pueden recoger las mascarillas, y advierte de que están limitadas a cinco por familia. Como son insuficientes, en cada vivienda se van turnando para salir protegidos a comprar víveres.

Así, no es de extrañar que las calles, habitualmente abarrotadas de gente, estén desiertas. También han cerrado los parques y las plazas en las que los jubilados se suelen reunir por la tarde para bailar. Hay que evitar las aglomeraciones de gente a toda costa. Sin clientes, muchos comercios y restaurantes han bajado la persiana. No hay ni dónde cortarse el pelo. Aquí y allá se ve alguna silueta humana, normalmente cargada con alguna bolsa llena de provisiones. Afortunadamente, aunque la carne fresca escasea, no faltan alimentos en los supermercados.

En todos los edificios de acceso público, un empleado con un termómetro certifica que quien accede no tiene fiebre. Si supera los 37 grados, se realiza una segunda lectura. Si el resultado es el mismo, hay que llamar a las autoridades. «Son los médicos quienes deciden si hay que decretar la cuarentena o no», explica el hombre que toma la temperatura en el acceso a la sede de Hacienda.

La epidemia del coronavirus 2019-nCoV, que tiene al mundo en vilo desde el pasado mes de enero, ha frenado en seco a China. Incluso con el regreso escalonado de los trabajadores, que comenzaron a incorporarse a sus puestos el pasado día 10 después de una doble extensión de las vacaciones del Año Nuevo Lunar, las ciudades siguen siendo el escenario perfecto para una de esas apocalípticas superproducciones hollywoodienses en las que un virus arrasa la Humanidad.

Afortunadamente, la propagación del coronavirus, identificado el 11 del pasado mes de diciembre en un mercado de abastos de la ciudad de Wuhan, ha dejado de ser exponencial. Si se cumplen las predicciones hechas por Zhong Nanshan, líder de los especialistas enviados por el Gobierno central a combatir la epidemia en primera línea de fuego, cuando este texto llegue al lector se habrán registrado más de 2.000 víctimas mortales en China, y el número de infectados rondará los 80.000. Pero el pico del contagio habrá pasado y la curva comenzará a apuntar hacia abajo.

Claro que hay otros escenarios más pesimistas. Modelos predictivos desarrollados por diferentes científicos en Asia y Europa apuntan a que podrían contagiarse 200.000 personas en todo el mundo. Con una tasa de mortalidad del 2%, la que han calculado los especialistas chinos y certificado la Organización Mundial de la Salud, el coronavirus se cobraría en ese caso la vida de unos 4.000 ciudadanos. Cinco veces el número de fallecidos que dejó el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, por sus siglas en inglés) entre 2002 y 2004.

«Cada mañana, lo primero que hago al despertarme es abrir con miedo la página en la que se actualizan los datos de infectados y de fallecidos», cuenta Xu Meilian, una joven de Shanghái. Al principio se sumaban unos pocos cada día. Luego, las víctimas mortales comenzaron a incrementarse en varias decenas, y los nuevos contagiados en miles. Ahora se registra en torno a un centenar de fallecidos cada día. «Apenas salgo a la calle, hace tres semanas que no como fuera, y solo he quedado con amigos en una ocasión. Al principio pensábamos que se estaba sobreactuando, pero, cuando el Gobierno decidió cerrar varias ciudades de Hubei –la provincia epicentro de la infección–, nos dimos cuenta de que era un asunto serio», apunta.

Incluso quienes al principio se lo tomaban a broma y señalaban que la gripe común mata a mucha más gente, ya no ironizan. Porque, independientemente de cuál termine siendo la severidad de la crisis sanitaria, el miedo es real y se expande más rápido que el coronavirus, razón por la que China se enfrenta a un batacazo económico cuya onda expansiva puede repercutir directamente en el ámbito político.

«Es un desastre. La gente no sale de casa, nadie pasa pedidos y las pérdidas que va a generar son brutales» predice Alberto Fernández, director en China de la bodega catalana Torres. «Además, el impacto se va a alargar en el tiempo bastante más que la epidemia. Si se consigue detener la propagación del virus en marzo, como apuntan los escenarios más optimistas, la economía no comenzará a mejorar hasta mayo. Y muchos ya advierten de que pensar en octubre es más realista», añade.

Asier Bideguren, responsable de la fábrica de Ponsa en la ciudad sureña de Dongguan, incide en otro problema. «Hay muchos empleados que no se han incorporado al trabajo. Bien porque no pueden debido a las medidas de cuarentena impuestas en la provincia de Hubei, o bien porque tienen miedo y prefieren no arriesgarse. A nadie se le escapa que el regreso al trabajo supone una amenaza y puede facilitar la propagación del virus», comenta este vizcaino.

En el mundo globalizado, cualquier eslabón que se rompa en la cadena de suministro puede provocar una crisis a nivel planetario. Es el “efecto mariposa” industrial. Y eso es lo que teme Pedro Segovia. «Si cualquiera de nuestros proveedores no puede reiniciar su producción por la situación actual, algo más que probable, nosotros no vamos a poder fabricar las piezas que necesita la empresa matriz en Euskadi, y eso puede terminar provocando disrupciones en nuestros clientes», avanza este eibarrés que dirige una fábrica de componentes de automoción en la localidad de Jinhua y que apenas ha salido de su casa durante las dos últimas semanas.

Grandes marcas como Volkswagen y Toyota ya han anunciado que retrasarán todavía más la reanudación de su actividad, y muchas empresas, sobre todo del sector servicios, han comenzado a despedir a empleados o a pedirles que se tomen un mes de excedencia para amortiguar las pérdidas. Las previsiones más optimistas avanzan que el crecimiento económico de la segunda potencia mundial se reducirá hasta el 5% durante el primer trimestre del año, mientras que muchos esperan un crecimiento cero y los más pesimistas apuestan incluso por una recesión. Científicos y economistas coinciden en un punto: el impacto de la epidemia dependerá de cuánto se alargue.

Consciente del peligro existente, China ha sacado a pasear la artillería pesada y mantiene en cuarentena a más de 55 millones de personas. Muchas otras ciudades han adoptado medidas muy restrictivas: en Suzhou, donde se encuentra el parque industrial de Mondragon, las fábricas no reabrieron hasta el pasado lunes 17, lo cual supone un mes de inactividad. «Yo apoyo que se pongan en marcha iniciativas drásticas. De hecho, creo que se deberían haber aprobado mucho antes», critica Xu.

No es la única. La tardanza de las autoridades locales en actuar se ha convertido en una pesadilla política para el Partido Comunista. Muchos se preguntan por qué no se cerró Hubei antes, y por qué se avisó de la cuarentena con un día de antelación. Eso permitió que hasta cinco millones de personas abandonasen Wuhan y se diseminaran por el país. Las autoridades locales y provinciales han admitido que no respondieron con la celeridad requerida, pero también han explicado que los protocolos existentes retrasaron la toma de decisiones.

En cualquier caso, mucho peor ha sido para el Partido la muerte de Li Wenliang. Su fallecimiento, la noche del 6 de febrero, ha sacudido a la sociedad china como pocos antes. Este oftalmólogo de 34 años fue uno de los ocho médicos amonestados por dar la voz de alarma tras identificar un virus «similar al SARS» el pasado 30 de diciembre. A pesar de que era consciente del riesgo que suponía, e incluso después de ser obligado a firmar con sus huellas dactilares un documento en el que se comprometía a no volver a propagar “rumores”, Li continuó combatiendo la epidemia del Covid-19 en Wuhan. Se infectó mientras llevaba a cabo una operación contra el glaucoma y, ahora, se ha convertido en un héroe para la población y en un gran quebradero de cabeza para el Gobierno.

Porque, triste y airada, la sociedad ha comenzado a poner en duda el modelo político que silencia a quienes dan malas noticias o advierten de peligros que los dirigentes prefieren mantener ocultos. «Estoy furioso, como muchos otros chinos. El Gobierno le debe una disculpa», comenta un funcionario del aparato de la propaganda china que habla bajo condición de anonimato. «Si se le hubiese escuchado, se habrían salvado muchas vidas», añade, convencido de que van a rodar cabezas. No en vano, la todopoderosa Comisión de Disciplina del Partido Comunista ha enviado un equipo para investigar lo sucedido, y todo apunta a que caerá la cúpula política de Hubei. «Hay que corregir estos errores del sistema cuanto antes o la tragedia se repetirá», afirma el funcionario.

Sin duda, el Partido está inquieto ante la proliferación de etiquetas como “queremos libertad de expresión” en las redes sociales. «La epidemia ha supuesto un ‘shock’ para el sistema. Incluso dirigentes del Partido están cuestionándose muchas cosas», comenta el oficial. Porque el caso de Li es solo la punta del iceberg. «Tanto el Gobierno como el Centro para la Prevención de Enfermedades están decepcionados con la respuesta inicial», añade, convencido también de que las cifras oficiales de infectados y de fallecidos no son reales. «Se decía que afectaba sobre todo a gente mayor con enfermedades subyacentes, pero cada vez vemos más muertos jóvenes y la situación que reportan los hospitales no concuerda con las cifras», sentencia.

La desconfianza se ha extendido como la pólvora entre la población china. «La verdad es que no me creo nada de lo que dicen. Si la mortalidad es solo de un 2%, ¿por qué toman medidas tan dramáticas? ¿Por qué hay tantos vídeos en los que se ven muertos fuera de hospitales que no cuentan en las estadísticas?», se pregunta un joven que prefiere identificarse solo por su apellido, Li. No en vano, a pesar de que los censores están haciendo horas extra, WeChat –equivalente a WhatsApp y Facebook combinados– y Weibo –similar a Twitter– se han llenado de todo tipo de mensajes críticos. Algunos contienen información relevante, pero también corren muchos bulos en las redes.

La primera teoría conspirativa que se extendió con éxito buscaba el origen de la epidemia al otro lado del Océano Pacífico. Concretamente, en Estados Unidos. Algunos estaban convencidos de que el virus se había desarrollado allí con el fin de convertirlo en un arma biológica capaz de arrodillar a China, algo que no ha conseguido la guerra comercial que le ha declarado Donald Trump. No obstante, ante el creciente número de evidencias que apuntan al consumo de animales salvajes como origen de la infección, los ‘conspiranoicos’ comenzaron a buscar dentro de las fronteras del gigante asiático.

Y descubrieron que, precisamente, en Wuhan está el Laboratorio Nacional de Seguridad Biológica, las únicas instalaciones del país certificadas como Nivel 4 –en las que se pueden manipular los virus más peligrosos–. Así nacieron las descabelladas teorías que consideran al 2019-nCoV como un producto de laboratorio diseñado por el propio gobierno chino para acabar con los ancianos y el problema que suponen para una sociedad cada vez más envejecida, o para limar la desigualdad de género que ha hecho que en China haya 30 millones de hombres más que de mujeres. Por increíble que parezca, muchos creen estas historias propias de películas de serie b.

Mucho más factible es el ‘baby boom’ que muchos esperan para dentro de nueve meses. Con la población recluida en sus casas y sin nada que hacer, algunos gobiernos locales no han dudado en recordar con pancartas que la política del hijo único ya se ha relajado y que ahora todas las parejas pueden tener dos descendientes. “Dos hijos ayudan al país”, se lee en un anuncio colgado entre dos árboles.

Otros también subrayan que entre los efectos secundarios positivos de esta crisis estarán mejores hábitos higiénicos y, posiblemente, la regulación del consumo de animales salvajes. «Es evidente que no aprendimos la lección durante el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, por sus siglas en inglés). Pero creo que, ahora, la gente se va a tomar más en serio la higiene y el Gobierno tiene la excusa perfecta para cortar de raíz el comercio ilegal de especies que no pasan ningún control sanitario y se sacrifican en condiciones lamentables», predice un médico del Hospital de Ruijin, en Shanghái, que prefiere no hacer pública su identidad.

«Creo que esta crisis también nos hará más fuertes y generosos», comenta Tao Minfang, una joven china residente en Canadá a la que la epidemia le ha pillado visitando a sus padres por el Año Nuevo Lunar. «Ahora que vivir en el extranjero me ha dado otra perspectiva de la vida, también espero que haya cambios políticos y que se instaure un sistema más transparente y participativo. Si sucede, pensaré que esta tragedia no ha sido en vano», sentencia.