Un retrato ahogado

Aunque la primera referencia para el nuevo film de Alberto Rodríguez son los aventureros ‘tigres’ de Mompracem imaginados por Emilio Salgari, antes acude a la comparativa la extraña pareja de ‘La isla mínima’, otro western sureño entre la caída y la redención.

Eso sí, quizás porque ya no recibimos la densidad pobre-folclórica con el mismo ahínco, o porque ‘Los tigres’ propone de entrada un imaginario mucho más cercano a la realidad del fontanero (de mar): los diálogos aquí empiezan a sonar demasiado hechos, muy rígidos a pesar del automatismo que guía los arcos de Antonio (De la Torre) y Estrella (Lennie).

Él, por ejemplo, se limita a avanzar hacia la perdición sin más tribulaciones. Mientras, a ella la conocemos sólo por un sueño de huida laboral dibujado a rasgos simplistas e infantiles. Como si faltaran escenas del montaje, quedan algo escuálidos el traumático origen de la sordera de Estrella, la intrigante lógica de colegueo interesado con el jefe del barco, las dinámicas de las masculinidades a bordo… Es decir, los ricos mejillones pegados al acero.

La otra gran víctima de la centralidad (flaca) de la trama es el retrato del paisaje humano y cultural de la Huelva de las petroquímicas. La intuimos ahogada a pesar de la espectacularidad del decorado, que fuera del agua Rodríguez repasa con su horizontalidad recurrente y que en los pasajes submarinos el cineasta equilibra, solvente, entre lo descomunal de los buques y del mar, y la escala humana.

Sentimos la aventura posible, tanto como el vacío bajo los pies. Ahora, desearíamos que ‘Los tigres’ fuera un film interactivo para postergar su historia e indagar, en cambio, en la multitud de amuletos que pueblan el diseño de producción de Pepe Domínguez del Olmo.