GARA Euskal Herriko egunkaria
UN BLUSA SIN CUADRILLA

Primera parada, en lo alto de Alde Zaharra


Celedón ha abandonado la balconada de San Miguel y al colega de al lado la entrado el síndrome de abstinencia. Desesperado ante la falta de cerveza intenta apurar las botellas de cava que encuentra en el suelo. La situación se complica por momentos y la tensión va en aumento. ¿Qué hacemos? ¿A dónde vamos? Antes de que algún lumbreras comience a cantar la canción de Siniestro Total, un amigo da la respuesta: «Al Gaztetxe!».

La misión es compleja. Estamos junto al monumento de la Virgen Blanca y tenemos que llegar a lo alto de la colina. Podemos jugárnosla e intentar llegar por el camino más corto, lo que implica hacer frente a la masa que colapsa la calle Mateo Moraza. Otra opción es adentrarnos por la Zapa y subir por los cantones, convertidos en toboganes. A la vista del tapón que se ha formado detrás del Ayuntamiento, decidimos lidiar con los borrachos que se tiran por las rampas mecánicas encima de cualquier objeto deslizante.

Por fin, unos treinta minutos después de iniciar la expedición, llegamos la cocheras del obispo, un remanso de paz en el que puedes volcar el trago por encima de quien tengas al lado sin esperar un puñetazo. Eso no quiere decir que no haya que tener cuidado, porque siempre hay algún raro que se mosquea si le salpicas mientras te bebes un katxi como si fuera un porrón –basta con hacer un agujero en el culo del vaso–. El Gaztetxe es una muestra de las dos formas de entender el chupinazo de Gasteiz: la de los finos, que ven la bajada de Celedón desde fuera de la plaza y van a tomar potes con sus mejores galas, y la de los fiesteros, que se calzan unas deportivas y lo primero que pillan para hacer frente a una tormenta de cava. Sí, nosotros somos de esta segunda especie (en extinción). Somos aquellos que te tiran kalimotxo si ven que tienes el pelo seco o que te dan un abrazo si tienes la camiseta impoluta. Y qué mejor sitio que el Gaztetxe para repartir abrazos a diestro y siniestro, y calentar motores de cara a la primera noche de fiestas.

Uno, dos, tres... Basta, no más. Al fin y cabo hoy hace fresco y la fiestas de La Blanca acaban de empezar. Emprendemos un lento peregrinar, unos hacia la ducha y otros hacia un bar donde tomar la penúltimo de la tarde. Yo regreso a la oficina, donde me espera una mochila con ropa limpia y una copa de cava. Un brindis y a escribir mientras aguanto los gritos de las cuadrillas que pasan junto a la ventana pidiendo agua. El termómetro no llega a veinte grados, pero eso no importa en una ciudad que lleva el sobrenombre de Siberia-Gasteiz.