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A los leones

Vascas por el mundo


Por más que viva a menos de diez kilómetros de mi mesa electoral en origen, votaré siguiendo el mismo procedimiento que cualquier vasco por el mundo. Vamos, que residir en Lapurdi me iguala, el 28A, a una electora vasca residente en Australia o Argentina. Desde mi experiencia, no contar con un país reconocido es, por lo que afecta a los vascos diluidos en el CERA, ante todo un engorro.

Más allá de las adscripciones de cada cual, de sus sentimientos de pertenencia y de sus opciones vitales, lo cierto es que hay 101.000 vascas y vascos con derecho a voto para los que depositar la papeleta supone un camino complicado, lo que rompe el principio de igualdad.

Algo a lo que deberían haber sido sensibles los tres partidos que estamparon su firma –PP y PSOE, pero también la extinta Convergència– en la reforma electoral de 2011. No lo fueron, y por mucho que algunos vendan vientos de cambio, 2.096.540 millones de personas «con nacionalidad española» deberán sortear, una elección más, obstáculos añadidos, a veces insuperables, para depositar su sufragio. En el caso vasco, con el censo cerrado a marzo de 2019, 27.446 navarros, 6.878 alaveses, 39.428 vizcaínos y 27.454 guipuzcoanos figuran en el CERA.

El primer pensamiento va para los que viven lejos de nuestro país, para esa octava provincia a la que tantas veces nos referimos en tono emocional y muchas menos veces tratamos como parte del paisaje humano de Euskal Herria.

Repaso algunas cifras, ya de viaje desde la octava provincia hacia esa esfera interna que habito pero que, a título oficial, es tan extranjera como la primera. En el consulado español de Baiona hay 11.307 inscritos. Y, que lo sepa el espacio postconvergente, en el de Perpinyà hay 14.732. Somos vascos y catalanes porque vivimos en Euskal Herria y en los Països Catalans.

Recurro como fuente a Grégory Bodeau, autor de un informe del estudio francés de estadística (ISEE) que traduce los datos del último recuento de censo, el de 2014. «Entre Francia y España, los Pirineos dibujan una barrera natural que, a priori, lleva a que tales intercambios sean más limitados», expresa a modo de introducción Bodeau, escarmentado quizás por la pedregada que le cayó a Carlomagno. Y luego suelta la cifra: 5.500 habitantes de Nueva Aquitania (la macrorregión que engloba al Departamento de Pirineos Atlánticos y a su vez a Euskal Herria) viven, según él, en un país y trabajan en otro.

El autor destaca que en Nueva Aquitania «el 70% de los «trabajadores transfronterizos» reside en Pirineos Atlánticos y tiene pasaporte español. Lo que le lleva a remarcar, con ojo avizor, que ahí hay una «especificidad». Hendaia, Urruña, Baiona y en el Béarn, Pau, son las localidades que concentran mayor volumen de estos extraños residentes, a los que el autor sigue la pista hasta decir que, de acuerdo al último censo de población viven en un 95% en 17 localidades cercanas a la muga (son uno de cada tres habitantes en Hendaia), en su inmensa mayoría se instalan para más de un año, y en un 46% de los casos vive en familia.

Con tantos datos en la mano, eso sí, el explorador no alcanza a despejar una incógnita que, a primera vista parece más fácil de entender que lo del agujero negro. No entiende qué hacemos algunas vascas del sur viviendo en el norte –tómese el término en clave política porque la medición física o geográfica patina–. Parece que no es fácil de entender esta forma de vivir; para muchos en nuestro país somos también un tanto exóticos. Y ya cuando llegan las elecciones y encima la campaña pilla en Semana Santa –a ver si nos aclaramos... ¡en Iparralde y en Catalunya Nord sólo es festivo el lunes!– pues eso, que una se siente vasco-australiana.