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TRAS EL AUDIO DE INTXAURRONDO

«Murió él, como podía haber muerto yo»

El testimonio de Ion Arretxe, detenido junto a Zabalza en 1985, sobresale en la película «Non dago Mikel?». Él sí pudo contarlo, aunque necesitó tres décadas para superarlo y ponerlo por escrito en ‘Intxaurrondo, la sombra del nogal’. Fallecería dos años después (2017). Este relato de lo padecido aquellos días es el espejo del final del joven orbaiztarra.


Me sacaron de la cama a las 3.30 de la madrugada (...) Yo estaba durmiendo y me sacaron de la cama. Llegaban gritos desde el salón de casa, al otro lado del pasillo. -¡Llevadme a mí! -decía mi padre- ¡Llevadme a mí! (...) -Escucha. Tu viejo grita como un gorrino-, me dijo el moreno del bigote, el único que vestía de paisano (...) -¡Que nadie se asome a las ventanas, cojones! ¡Mis hombres tienen orden de disparar!

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Sentí el traqueteo del todoterreno. Habíamos dejado el firme de la carretera y subíamos por una pista forestal. -¿Dónde me lleváis?-, empecé a gritar muerto de miedo. -¿Qué pasa? ¿Gallo de día y gallina de noche? Para ametrallar por la espalda sí somos valientes, ¿no? (...)

No sé, ni nunca sabré, dónde me llevaron. Bajamos del coche. Había un grupo de gente esperando ahí, en el monte. El camino se deshizo en el lodo. Las sombras rieron anunciando el akelarre (...)

Monte calvario, este monte sin nombre. Me envolvieron con cinta de embalar, ris, ras, que aplicaban con un aparato de mano, ris, ras, ris, todo alrededor, ris, ras, como una momia. La cinta chirriaba a cada vuelta, ris, ras, con un ruido de sierra. Y yo chillaba como un cerdo. -¡No me dejéis morir aquí! (...)

Todo se llenó con el olor dulzón del agua del río. -¿Tú ya sabes lo que esto, no? Pues cuando quieras hablar, sacas la cabeza. Y las aguas del río, que hasta entonces parecían gratas y amenas, ahora me traicionaban. Me sujetaban muy fuerte entre varios, tirándose encima de mí, con las rodillas, con los brazos, con todo el cuerpo, mientras otro me metía la cabeza en el agua. Yo hacía fuerza hacia arriba para sacar la cabeza, pero era imposible. Cogía aire, todo el aire que podía... Gritaba ‘¡yo no soy de ETA| ¡yo no soy de ETA!’, y otra vez adentro. Las primeras veces tenía fuerzas y ganas de gritar. Luego, solo de vomitar (lo eché todo). Y al final, no tenía ganas de nada. Me rescataban de la muerte cuando a ellos les parecía (...) No se cuánto duró aquello. ¿Mil años? ¿Dos mil?

El agua helada me oprimía las sienes y se colaba por todos mis agujeros. Sentía cómo me vaciaba de vida y me llenaba de agua. Me volvieron a incorporar para que uno de ellos me mirara las uñas de las manos que habían quedado fuera de los sacos de plásticos. Vomité el agua que había tragado. Por lo que supe después, su amoratamiento les indicaba el grado de asfixia, y si podían seguir torturándome.

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Yo sentía mis neuronas girando dentro del cráneo. El cerebro, con la falta de aire, se había ido esponjando, aumentando de tamaño poco a poco, como un bizcocho en el horno. Todavía había sitio, cada vez menos, para que girasen mis neuronas. Enseguida la masa encefálica crecería tanto que ocuparía toda la cavidad craneal, se compactaría, CLACK, y el cerebro quedaría quieto.

Tal vez con la muerte, pensaba yo, tal vez con la muerte.... CLACK. El bizcocho creció hasta llenar el horno. CLACK. Mi cerebro y mi cráneo se acoplaron (...) Y yo, feliz. Con la sonrisa estúpida de los ahogados, la extraña dulzura de la buena muerte. Y yo, muerto.

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Entraron algunos guardias, rápidos y ruidosos como una manada de hienas, y me echaron la manta por encima. Se oía el rugir de un grifo que vierte chorros de agua. Mientras me sujetaban con todas sus fuerzas, apareció José Vélez esgrimiendo el aplicador de cinta adhesiva. Y sin perder la sonrisa me empezó a envolver como una momia, ris, ras, ris, igual que en el monte (...)

Risas terroríficas y gritos de guerra. Me agarraron entre varios y me llevaron como un fardo, en volandas. -¡Aupa gudari!, me dijo uno de ellos. Y también: -Vas a ganar la medalla olímpica de natación en bañera. Yo hacía tope con los pies contra el marco de la puerta del cuarto de baño, para impedir que me pasaran por el hueco. -¿Será cabrón? Maniobraron varias veces hasta enderezar la carga y enfilamos baño adentro (...) -¡Sacadme de aquí! -¡Aupa gudari! ¡Chof! ¡Chof! ¡Chof! Después de veinte o treinta aguadillas uno deja de pelear por su vida y se entrega a lo inevitable.

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Me contó que habían pasado por ahí etarras muy importantes. Y que a uno de ellos, a uno de los más duros de la banda, le habían interrogado a base de voltios que le aplicaban directamente del enchufe de la pared. -No veas los botes que pegaba el hijo de la gran puta. Gritaba como un gorrino el muy cabrón, gritaba más que tú, que ya es decir. Y siguió: -Le tenían desnudo y empapado en agua. Ahí mismo, en la cocina donde sueles estar tú. Y para que no les pasase la corriente a ellos, lo sujetaban entre varios sobre una manta. Cada vez que le enchufaban los cables, saltaba hasta el techo. ¡Hostia, hostia! Yo nunca había visto nada igual.

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Yo nunca ví a Mikel Zabalza, así que no voy a ser tan osado como para asegurar lo que le pasó (...) Murió él, como podía haber muerto yo. Así de caprichosas son la vida y la muerte.