19 JUIL. 2021 Las máscaras de Unanu, un misterio aún sin resolver El carnaval de Unanu es un tesoro antropológico, con las máscaras que portan sus personajes centrales, los mamoxarroak, como la joya de la corona. Se conservan seis, son de metal y aunque probablemente fueron forjadas en la Edad Media, su esencia se puede remontar a la noche de los tiempos. Así lo recoge el libro que el antropólogo Álvaro Bermejo y el fotógrafo Joseba Urretavizcaya han publicado con la editorial Xibarit. Pello GUERRA IRUÑEA A través de cien páginas en las que se van entrelazando los textos de Bermejo y las imágenes de Urretavizcaya, en el libro “Mamoxarroak. Las máscaras de Unanu” se ofrece un acercamiento muy visual, histórico y antropológico a uno de los carnavales más curiosos de Euskal Herria y que no se dejó de celebrar ni siguiera durante la dictadura franquista. Urretavizcaya explica que el libro se gestó porque «había oído que las máscaras del carnaval de Unanu no tienen un origen claro y que eran muy especiales». Así que el fotógrafo y el antropólogo, buen conocedor del lugar por vínculos de parentesco, acudieron a la localidad navarra para empaparse de la esencia de esta fiesta ancestral. Así, reunieron a los jóvenes que se encargan de portar las máscaras y a varios mayores de Unanu para recoger información sobre la fiesta para plasmarla «mediante una recreación; no quería recoger la fiesta en activo», matiza Urretavizcaya. El fotógrafo acompañó al grupo de mamoxarroak en sus andanzas por la localidad y después utilizaron las máscaras para realizar «unos primeros planos de la gente mayor, donde hay esa mirada que esconde la máscara», explica el fotógrafo. A través de sus cuidadas imágenes, ha buscado mostrar en toda su intensidad una fiesta diferente, peculiar, como ocurre en general con el carnaval rural navarro, y que ha recogido en sus textos el antropólogo Bermejo. En el trabajo escrito que acompaña a las instantáneas, el estudioso detalla el atuendo de los mamoxarroak, en el que destaca la máscara o katola. Bermejo explica que no están datadas y que «hay quien las remite al siglo XV, por el dibujo un tanto manierista de la barba o los bigotes que ostentan algunas. Otras, de apariencia más tosca y primitiva, semejantes a las neolíticas, podrían remontarse hasta el siglo XIII. Todas son distintas». En la actualidad se conservan seis, aunque pudieron llegar a ser doce, y se completan con otras más recientes realizadas en otros materiales, como madera o cartón pintado. El antropólogo explica que todos los mamoxarroak visten camiseta y calzoncillos largos de franela blanca que ciñen con un gerriko rojo o negro. Cruzada al pecho llevan una cincha de cuero más delgada. Tanto de ésta como del gerriko penden sendas ristras de cascabeles y campanillas (kaskabilluek ta panpazillek). Además, cubren sus cabezas «con pañuelos bien apretados, de colores sobrios, se anudan otros al cuello, y finalmente se ajustan con una cuerda esas katolas de metal que subrayan su singularidad». En origen, calzaban abarcas sobre gruesos calcetines de lana, también blancos, mientras que hoy recurren a las botas de monte o las deportivas. Uno de ellos, conocido como Boteroa, cargaba a la espalda un pellejo de unos cinco litros de vino para abastecer a sus compañeros. Estos son los personajes centrales de una fiesta que, como señalan los testimonios de las personas más mayores de Unanu recopilados por Bermejo, se iniciaba en la tarde del domingo –Iyote Igandea- y concluía la del martes –Iyote Asteartea-. Si duraba dos días, sus protagonistas también se ordenaban en dos efigies: los mamoxorroak txikiek y aundiak. Los primeros, con unas edades comprendidas entre los 15 y los 17 años, y los mayores, los mozos en edad de quintas. Todos hombres solteros, aunque recientemente se admite la incorporación de mujeres. Junto a ellos, los muttuak, los mudos, que visten floreadas prendas femeninas, también pañuelos al cuello y sobre la cabeza, rematan su atuendo con grandes sombreros de segador –en la actualidad recubiertos de tela–, de los que penden largas cintas de colores en toda su extensión, explica Bermejo. Además, existía un Rey de la Fiesta, que contaba con una serie de pajes, que eran niños de entre diez y doce años a los que solicitaba ir de casa en casa pidiendo «una limosnita por amor de Dios». La pedían cantando y consistía en pucheros y cazuelas viejas de barro que luego iban rompiendo por las esquinas, añade el antropólogo. Asimismo, durante esa Víspera de la fiesta, cada mozo del pueblo debía acudir a visitar al rey, que estaba en su casa y le imponía embajadas burlescas. Despertar a la tierra Según relatan los mayores de la localidad evocando sus recuerdos, los grupos de mamoxorroak salían de la posada a las cinco de la tarde del día que les correspondía por edad. Además de su indumentaria, portaban una vara de avellano de hasta tres metros para golpear el suelo y a las mozas casaderas que se ponían a tiro, en un ritual de fertilidad y de despertar a la naturaleza tras el invierno. Por lo tanto, «las máscaras de Unanu se nos revelan como únicas supervivientes de una cultura milenaria asociada a toda esa simbología que empleaban nuestros antepasados para urgirle a la tierra en su despertar», señala el etnólogo Fernando Hualde en el prólogo del libro de Xibarit. En ese empeño, hasta se lanzaban al asalto de balcones y zaguanes, como se sigue haciendo en la actualidad. Por delante de ellos avanzan los muttuak. Como los mamoxorroak, llevan makillas, aunque su misión consiste en descubrir a las “víctimas” de los primeros y señalarles con gestos dónde se encuentran para que puedan fustigarles. Aunque la tensión sigue presente en el carnaval actual, los ancianos destacan que atrás han quedado los tiempos en los que se sentía auténtico pánico ante ese momento. Se mantienen los nervios de la persecución y de recibir un “castigo” a varazos hasta que se produce una especie de petición de clemencia que podía consistir en besar la vara o incluso las abarcas llenas de barro del mamoxorroa. Otra posibilidad pasaba por que, si se trataba de una moza, se le obligara a beber una cantidad de vino. Las jóvenes se encargaban de elaborar desde el domingo las piperopillak, a base de harina, yema, anís y azúcar, que celebrarían el fin del carnaval. La vertiente gastronómica de la fiesta también estaba protagonizada por los mamoxaruak txikiek, que realizaban una última ronda a modo de cuestación, la denominada puska biltzea. Así, «tras un acordeón y enarbolando una urritza makilla en la que habían atravesado una lukainka o un corte de tocino a modo de señuelo, iban de casa en casa reclamando dádivas en especie que incorporaban a su testigo. Y el resto –panes, huevos, quesos–, lo acomodaban en una cesta. Con todo ello regresaban a la sociedad y procedían a regalarse una opípara cena», detalla Bermejo. El ritual volvía a repetirse en la segunda jornada, la de los aundiak, y como corolario, «nunca faltaba el baile en la plaza. Es decir, la reconciliación final entre los mamoxarroak y sus víctimas femeninas, con todos sus aditamentos lascivos. No olvidemos que el carnaval se dirimía entre muchachas casaderas y jóvenes en edad de quintas», concluye el antropólogo. A esta descripción de tan particular fiesta, en el relato del libro se suman otros elementos interesantes, como las posibles conexiones de las máscaras de Unanu con las tradiciones de los jentillak, tan arraigadas en la zona. Historias que salpimentan un trabajo del que se han publicado 500 ejemplares numerados en una edición en tapa dura y «muy cuidada», añade Urretavizcaya. Una obra especial para un carnaval diferente, con unas máscaras envueltas en un misterio con reminiscencias ancestrales que convierten a esta fiesta en un paradigma antropológico excepcional que sigue cautivando a propios y extraños. EXCEPCIONALLas máscaras envueltas en un misterio con reminiscencias ancestrales convierten a esta fiesta en un paradigma antropológico excepcional que sigue cautivando a propios y extraños. SIMBOLOGÍA«Las máscaras de Unanu se nos revelan como únicas supervivientes de una cultura milenaria asociada a toda esa simbología que empleaban nuestros antepasados para urgirle a la tierra en su despertar».