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EL SEGUNDO ACTO

Desdibujando los límites entre ficción y realidad


Antes de adentrarse en “El segundo acto”, y sobre todo para quien no conozca a Quentin Dupieux, conviene mencionar algunas características típicas de su obra. Su cine generalmente es absurdo, surrealista y con un humor muy peculiar. Sus películas suelen mezclar lo cotidiano con lo ridículo o lo imposible, creando historias que desafían la lógica tradicional.

La historia de “El segundo acto” nos transporta a un set de filmación en un restaurante de carretera, donde cuatro intérpretes -Vincent Lindon, Louis Garrel, Léa Seydoux y Raphaël Quenaud- ensayan incansablemente las escenas del segundo acto del guion. A partir de esa premisa, la cinta se convierte en una reflexión sobre la representación artística y el futuro del cine; cuatro actores y actrices atrapados en una producción dirigida por una inteligencia artificial, cuya visión creativa dista mucho de convencerlos. Se podría etiquetar como una comedia metacinematográfica que se burla del propio cine a través de una narrativa llena de autoparodia, giros absurdos y humor surrealista.

Desde los primeros minutos, el director desdibuja los límites entre ficción y realidad. La cámara se desliza durante extensos travellings, donde los personajes interpretan sus líneas dentro del relato cinematográfico. Esa ilusión se rompe abruptamente cuando los actores irrumpen en escena y, saliendo de sus roles, clavan la mirada en la lente, reconociendo la presencia del espectador al otro lado.

El tramo inicial es tremendamente interesante, pero le ocurre lo mismo que a muchas de sus películas: se dispersa y acaba perdiendo algo de fuerza.

Amado y odiado a partes iguales, es admirable la tremenda personalidad que irradian todas las propuestas de Dupieux.