20 AOûT 2025 GAURKOA Memoricidio Nora VÁZQUEZ Jurista y sanitaria Antes del estruendo estaba la palabra. Antes del derrumbe, el hospital. Antes del silencio, la algarabía en el patio de la universidad. Ahora, sobre Palestina, se impone una nueva sintaxis: la del polvo. Es el lenguaje que dicta la maquinaria militar israelí, la caligrafía de un genocidio que no solo se libra contra los cuerpos, sino contra el alma misma de un pueblo, contra el tejido invisible que hila su memoria y le permite soñar un porvenir. Bajo la masacre televisada yace una demolición más profunda, la que busca que, cuando el polvo se asiente, no quede nada que recordar. Ni una sola línea del poema. Porque la memoria es un edificio con muchas estancias. Es el murmullo de la investigación en los pasillos de la Universidad Islámica de Gaza o de la Universidad de Al-Azhar. Es la tramoya de un teatro donde una comunidad ensayaba sus sueños y se confrontaba con sus miedos. Es la prueba de una historia milenaria tallada en la piedra de la Mezquita de Omari o custodiada tras los muros del Museo del Palacio del Pachá. Y, sobre todo, es la columna vertebral de un pueblo guardada en sus archivos, ese depósito de títulos de propiedad, linajes familiares y relatos comunitarios. Cada proyectil que impacta en estos lugares no es un error; es una frase en el manifiesto de borrado que Israel escribe con fuego sobre Gaza. Un acto de «memoricidio» que pretende desanclar a un pueblo de su tiempo y su espacio, para que flote a la deriva en un presente sin raíces. Esta estrategia de aniquilación, este intento de vaciar de significado a todo un pueblo, no es nueva. Tiene ecos sombríos en los capítulos más oscuros del siglo XX. El nazismo entendió perfectamente que para deshumanizar a un pueblo, primero hay que destruir su cultura. La noche del 10 de mayo de 1933, en Berlín, las llamas no devoraron solo papel; devoraron ideas. La quema de libros fue un espectáculo diseñado para purgar el «espíritu no alemán», para borrar de la historia el pensamiento judío, liberal y pacifista. Fue el mismo impulso que llevó al saqueo sistemático de su arte y a la demolición de sus sinagogas: un asalto a los símbolos para poder luego asaltar los cuerpos. La lógica es la misma entonces y ahora: si despojas a un pueblo de sus logros intelectuales, de sus poemas, de sus lugares sagrados, lo conviertes en una abstracción, en un «problema a gestionar» en lugar de en una nación con una historia digna de respeto. Le arrancas la prueba de su propia humanidad. En nuestra era, nos arrulla la peligrosa ilusión de que la memoria es etérea e indestructible, un tesoro a salvo en la nube. Pero el archivo digital es un fantasma que necesita una casa física para habitar. Necesita la electricidad que alimenta los dispositivos, la fibra óptica que transmite los datos, la integridad de un servidor. En Gaza, donde Israel ha pulverizado la infraestructura, ese fantasma se desvanece. Las fotos familiares en un teléfono que ya no carga, la tesis doctoral en un ordenador portátil aplastado por los escombros; todo sufre una segunda muerte, silenciosa, sin sepultura. La promesa de permanencia digital se hace añicos contra la brutalidad del hormigón y el acero. Y así, se asesina el futuro. Es la estrategia de tierra quemada aplicada no solo al terreno, sino a la identidad. Porque una sociedad sin sus lugares de saber es una sociedad decapitada. Una universidad en ruinas no es solo un edificio caído; es la interrupción de miles de caminos, la aniquilación de la investigación, el exilio forzoso de un capital intelectual que tardará décadas en regresar. Es la condena a un presente perpetuo de supervivencia, un bucle donde la única ambición es ver el siguiente amanecer. Pero esta condena va más allá de la supervivencia física. Se libra una guerra silenciosa dentro de las mentes de los supervivientes, especialmente de los jóvenes. Crecer entre ruinas enseña una lección brutal: que el conocimiento es un objetivo a batir y la aspiración, un riesgo mortal. ¿Cómo se atreve a soñar con la medicina un niño que ve su hospital bombardeado? ¿Qué vocación literaria puede nacer en quien solo ha visto las bibliotecas arder? La sintaxis del polvo no solo describe la destrucción; se infiltra en la conciencia, coloniza la imaginación y busca programar a toda una generación para que nunca más se atreva a levantar un edificio más alto que el miedo. Es la castración de la potencialidad humana, el verdadero objetivo de quien no solo quiere vencer, sino también humillar y someter para siempre. Esta demolición de la memoria, además, corre en paralelo a la aniquilación del presente más frágil: el que late en los hospitales convertidos en objetivos militares. Allí, la estrategia israelí no distingue entre el bisturí de un cirujano y el cañón de un fusil. Se asesina a los enfermos en sus camas y a los sanitarios con las manos aún cubiertas por el polvo de los que intentaron salvar. Y para que el crimen sea perfecto, se ejecuta el último paso: asesinar al testigo. Por eso se apunta a los chalecos de prensa con la misma premeditación con que se derriban los archivos. El objetivo es silenciar al cronista, apagar la cámara que narra la masacre en tiempo real. Porque un genocidio solo es completo cuando, además de borrar un pasado y aniquilar un futuro, se consigue imponer un presente ciego, mudo y sin nadie que pueda, ya, contar la historia. Una universidad en ruinas no es solo un edificio caído; es la interrupción de miles de caminos, la aniquilación de la investigación, el exilio forzoso de un capital intelectual que tardará décadas en regresar