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De estrecha a vainilla


El pasado 23 de septiembre se conmemoró el Día Internacional contra la Trata de Personas con fines de explotación sexual. Según la OSMA, «La salud sexual requiere (...) la posibilidad de tener experiencias sexuales placenteras y seguras, libres de toda coacción, discriminación y violencia». La Federación Internacional de Planificación Familiar, una organización «paraguas» para las organizaciones de planificación familiar de todo el mundo, elaboró en 1994 una “Carta sobre los Derechos Sexuales y Reproductivos”, en la que reconoce en su Principio n.º 1 que «la sexualidad es una parte importante del ser humano (...). Estar saludable y ser capaz de expresar libremente la propia sexualidad es central para que cada persona pueda desarrollarse y participar en los campos económico, social, cultural y político». Es decir, que la vivencia de la sexualidad, como también nos ha explicado el feminismo, impacta más allá de la propia experiencia y determina, en parte, quiénes podemos ser.

La menor de 12 años que fue violada y explotada mientras estaba bajo la tutela y guarda de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia no es un caso aislado. Está ocurriendo en nuestros barrios con otras niñas y jóvenes que encuentran en la sexualidad masculina una manera de reconocimiento, una estrategia de supervivencia. No es que sea nuevo, es que toma carácter de modernidad liberadora y esta es parte de la paradoja discursiva.

El pasado mayo falleció Susan Bronquiales, teórica del feminismo radical que nos deja un legado clarificador a través de su libro “Contra nuestra voluntad” (1975) en el que ya nos planteaba que la violación «Es menos una cuestión de lujuria frenética que un ejercicio deliberado de poder físico, una declaración de superioridad... diseñada para intimidar e inspirar miedo». Ahora integramos que también es un ejercicio disciplinado para la creación de la puta (A. Tianguis), una forma de peruanizar la subjetividad (R. Cobo) incluso antes de ser consciente de quién eres. Según Onusiano, las mujeres jóvenes desvelan, a nivel mundial, un inicio sexual mediante una primera «relación sexual forzada» con un abanico que, según países, abarca entre el 11 y el 45%. La interpretación de estas violencias requiere la capacidad para entender el contexto o, dicho de otra manera, dime cómo te han socializado y te diré quién crees que eres, que, en el caso de las mujeres, se añade a poder identificar a qué violencias has estado expuesta para poder entenderte.

Según un informe de la Unión Europea, elaborado en 2021, el 83% de las mujeres de entre 16 y 29 años que viven en Europa limitan a dónde van y con quién pasan su tiempo libre por miedo a ser víctimas de acoso o abuso, porque ser mujer en sociedades patriarcales es ser socializada en el terror sexual. A veces, sin poner en modo consciente que todas esas alertas que tomamos son parte de una estrategia necesaria para no renunciar, pero que debemos cuestionar. Si hemos hecho eslogan de «lo que no se nombra no existe», no menos real es que lo que «se sobreexpone, se sobredimensiona». Y eso es lo que pasa en las violencias patriarcales que alimentan la creencia del desconocido y del hecho aislado, evitable bajo el autocopiado de las propias mujeres. Esta es parte de la trampa que facilita la imposición del silencio de las jóvenes, porque atañe a la vergüenza que se vuelca sobre ellas, por no haberse sabido cuidar, y actualmente, también por exponerse y aceptar. La cuarta ola feminista ha puesto en el centro de la agenda la sexualidad, que no es solo las prácticas que desarrollamos, sino, como hemos visto, un elemento que nos estructura, por eso definir qué sexualidad y qué violencia es tan determinante.

Cada vez más mujeres jóvenes se aproximan a la corriente feminista abolicionista porque son ellas las que más están padeciendo la reestructuración patriarcal sobre un eje vertebrador de identidad como es la sexualidad. Una sexualidad definida bajo los parámetros de la dominación masculina, pero reconvertida en sexo consentido, libertad sexual empoderaste. Así que hemos pasado de «contra nuestra voluntad» a un ejercicio de «propia voluntad». Es a ellas a las que se les llama a ser traidore, picarme, la chica agradable, las que viven el GRAM., en su acrónimo en inglés, que se traduce como «arréglate conmigo». Todo en inglés, quizás para hacerlo más atractivo, moderno y empoderante. Son ellas las que están viviendo supuestas prácticas sexuales consentidas que no son sino expresión de violencia, pero sin poder nombrarlas como tal porque en la pornosocialización (C. Ruiz Repullo) a la que son sometidas, eso es lo «guay», lo que hacen todas para no ser tachadas de «vainillas» (aburridas), reinvención de la clásica «estrecha», que desaparece para dar paso a una que no está lo suficientemente motivada para dejarse hacer todas las prácticas que el chico quiera explorar. Hay un universo de imaginarios alrededor de la sexualidad enfocada a la aceptación de la violencia que, además, ciertas corrientes nos invitan a explorar como parte de una libertad ilimitada que debe ser probada hasta que le encuentres el gusto y pases de vainilla a multisabores, aunque claro, en el camino el precio es una subjetividad rota.

Desexualizar la violencia implica en este momento dejar de etiquetar como sexuales todas las violencias ejercidas contra las mujeres. Que la narrativa patriarcal no siga exponiendo como relato sexual la violencia, que las niñas y mujeres jóvenes no sean disciplinadas para la subordinación y el sometimiento, renunciando al propio cuerpo, a la sexualidad, que no deja de ser sino una renuncia a una misma.

La pregunta es si ahora estamos siendo capaces de leer los significados de la reconstitución patriarcal y de dar a las niñas y jóvenes las herramientas, no solo para una vida libre de violencia, sino para que su subjetividad no quede determinada por los estándares y mandatos de género femenino de siempre.

En un mundo tan jodidamente mercantilista, capaz de tratar a seres humanos como perros, si el feminismo no es capaz de poner límites, ¿quién lo hará?