21 NOV. 2025 GAURKOA Memoria embrutecida y víctimas Víctor MORENO Profesor {{^data.noClicksRemaining}} Pour lire cet article inscrivez-vous gratuitement ou abonnez-vous Déjà enregistré? Se connecter INSCRIVEZ-VOUS POUR LIRE {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Vous n'avez plus de clics Souscrire {{/data.noClicksRemaining}} La memoria es una facultad sin la cual la inteligencia haría agua en cualesquiera de las actividades en que se ve envuelta. Pero caracterizarla de embrutecida es una licencia que poética y refleja la mala intención de quien así la califica. Porque la cuestión estriba en qué hacemos las personas con nuestros recuerdos cuando los convertimos en inspiración ocasional de la conducta y en baremo con el que medir éticamente la vida de quienes en un tiempo pasado fueron víctimas. Los brutos o los finos en ambos casos seríamos las personas. La memoria no engaña. Somos nosotros quienes lo hacemos. No solo olvidando lo que no queremos recordar sino, también, interpretando el recuerdo según convenga. Convertir la memoria del pasado en una lección pedagógica y moral conlleva sus riesgos, sus peligros, sus abusos y sus interpretaciones interesadas. Calificar la memoria de embrutecida no es inocente. Es un juicio de valor. Se da a entender que existe otra memoria, la fetén. Distinción que conduce a caer en un dualismo que tiene todas las trazas de envenenar cualquier discusión. Memoria bruta es la de los otros y memoria ética la de los nuestros. Lo mismo cabría decir de las intenciones de quienes en clave maniquea caracterizan la memoria de las personas que recuerdan a sus víctimas, cuando estas no entran en la categoría de los «nuestros». Si dejáramos la memoria en paz, sin ponerle etiquetas, ganaríamos mucho en esa dialéctica conceptual a la hora de afrontar el recuerdo de estas víctimas. Hablar por ejemplo de «memoria embrutecida» o «equidistante» lo único que hace es poner puertas al campo y revelar unas intenciones que rara vez pretenden dignificar la memoria de las víctimas, sino las del que las invoca. Los historiadores revisionistas utilizan el término de memoria equidistante como si se tratara de una patente de corso para referirse a las víctimas de la guerra, concluyendo que todas son más de lo mismo. Olvidan que quienes dieron el golpe de Estado son los grandes culpables de la tragedia que advino tras su fracaso. No reconocer este principio los lleva a cultivar una «memoria embrutecida» y un olvido criminal. Pero doctores tiene el templo de Mnemosine. Por ejemplo, Eceolaza dice que tienen una «memoria ejemplar» los que recuerdan a las víctimas de ETA y, al hacerlo, «convierten sus recuerdos en actos de ética y de moral». Siguiendo esta lógica, quienes recuerdan a los que lucharon contra el franquismo, incluida ETA, y fueron abatidos, ¿no gozarían de una memoria ética? Y los recuerdos de las familias que piden justicia para las víctimas del GAL o del Terrorismo de Estado, ¿no son actos dignos de una calificación ética? Y ya no digamos si se trata de calificar los recuerdos de quienes reivindican la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas asesinadas durante la guerra. Y, si hablamos de la memoria que impuso la dictadura franquista, ¿cómo la calificaríamos? Los vencidos fueron obligados a soportar día tras día durante más de cuarenta años, funerales, misas y celebraciones religiosas y laicas en honor de quienes habían sido los verdugos de sus familiares. Fue una memoria que culminó con la ley de amnistía de 1977 y que «olvidaría» los delitos cometidos durante dicha dictadura por los herederos ideológicos de quienes perpetraron el genocidio navarro. Asociar ética y memoria y resolver dicho binomio poniendo etiquetas de bondad y de maldad a los recuerdos que cultivan unos y otros, es una operación que a la larga tiene efecto de boomerang. En cuanto a la memoria cultivada por quienes han decidido que el monumento de los Caídos se mantenga en pie ¿será ética, embrutecida o equidistante? Se podría afirmar que el tripartito ha estado bailando en la cuerda floja de las tres. Sin duda que sus miembros están con las víctimas de la guerra civil, pero no han mostrado un perfil elegante con esa afinidad emocional y axiológica. Si el tripartito dice que el edificio exalta el golpismo y a quienes lo llevaron a cabo y, a continuación, lo mantiene en pie de aquella manera tan obtusa, deja abierta la posibilidad de calificar su actitud como contradictoria y, ante todo, utilitarista. El problema no está solo en que el edificio exalte conductas fascistas y se mantenga en pie, sino que margina y relega unas víctimas representativas de un pensamiento político que no está lejos de quienes ahora las ningunean y, como consecuencia, apoya a quienes directa o indirectamente hicieron lo posible por llevar a aquellas a una cuneta. Y no es realista apelar a que el tiempo lo arreglará todo, dando por hecho que las generaciones futuras superarán esta aporía gracias a la memoria del pasado. La historia no confirma estas expectativas curativas. Mantener en pie el edificio es un paso atrás y fortalece el olvido de las víctimas y de sus victimarios. Cuestiona aquellos valores y derechos universales por los que estas víctimas sufrieron tortura y muerte. Permite que los de siempre sigan donde siempre. Por lo que se podría preguntar si la higiénica acción de limpiar la mierda fascista de un monumento es memoria u olvido. Ni la elección de los verbos utilizados para descafeinar tal monumento ha sido acertada: «cubrir, tapar y borrar». No encajan con una memoria que busca la verdad, la reparación y la justicia de las víctimas. Pero sí con resignificar. Dice el tripartito que la suerte está echada y que no hay más remedio». Que dicha fatalidad la reivindiquen las derechas, pase, pero que ¡lo haga la izquierda progresista! ¿Desde cuándo la izquierda, al no disponer de una mayoría suficiente, se resigna a aceptar ninguna solución contraria a sus reivindicaciones? Y, ¿quién nos asegura que las derechas no volverán a resignificar a su modo el edificio? Aunque, visto lo visto, igual ni lo necesitan. La operación resignificadora de los Caídos remeda tan bien el principio gatopardista de que «todo cambie para que todo siga igual», que, como decía aquel, para tal viaje sobraban tales alforjas y jumentos. Mantener en pie el edificio es un paso atrás y fortalece el olvido de las víctimas y de sus victimarios