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La Batalla de Chile...


Durante años se repitió que el estallido social chileno de 2019 marcaba un rechazo mayoritario al neoliberalismo. Sin embargo, lo que vino después -las derrotas electorales de la izquierda y el rechazo a la nueva Constitución- obliga a afinar la mirada. Lo que estalló en Chile no fue tanto el modelo en abstracto, sino su incapacidad para cumplir lo que prometía. Ese matiz es clave para entender por qué la izquierda chilena, incluso gobernando, no logra convertirse en mayoría social.

Uno de los principales errores fue suponer que todos los malestares respondían a una misma experiencia política. No fue así. Emergió con fuerza un mundo social distinto al que dio origen a la izquierda estudiantil de 2011: el de la educación técnico-profesional privada, masificada durante décadas de neoliberalismo.

Hablamos de sectores populares y de clase media baja que accedieron por primera vez a estudios superiores, muchas veces endeudándose, con la esperanza de mejorar su vida. Cuando esa promesa no se cumplió, apareció la frustración. Pero no como una crítica ideológica al capitalismo, sino como una decepción concreta: el esfuerzo no alcanzó.

Ese mundo no rechaza de antemano una agenda de izquierda. Pero exige algo básico: que no se desprecie su trayectoria, su mérito, ni su aspiración a vivir mejor.

Junto a él existe otro Chile aún más amplio. Un país que no fue politizado por las movilizaciones estudiantiles ni por el discurso antineoliberal, sino que creyó sinceramente en el relato del progreso individual. Para estos sectores, el problema no es el mercado como principio, sino su fracaso práctico: salarios que no alcanzan, servicios públicos deficientes, inseguridad cotidiana.

De ahí el apoyo a candidaturas «antisistema», como la de Franco Parisi: expresiones difusas de malestar que no ofrecen un proyecto, pero sí una distancia radical con la política tradicional.

El retorno del voto obligatorio dejó todo esto en evidencia. Mostró que la izquierda -incluido el Frente Amplio- no representa a la mayoría sociológica del país. Y que amplios sectores populares y de clase media no se sienten interpelados por su discurso; a veces, incluso, se sienten juzgados por él.

El rechazo a la nueva Constitución y el posterior giro electoral hacia la derecha no expresan una adhesión entusiasta al conservadurismo, sino un castigo. Un mensaje claro: la izquierda no supo hablarle a ese Chile mayoritario.

El problema no fue solo político, sino también cultural. Parte de la izquierda habló desde una superioridad moral incómoda, cuestionando aspiraciones materiales elementales -orden, estabilidad, seguridad- como si fueran valores menores o reaccionarios. Así, en vez de ampliar su base, fue cerrando el círculo.

La revuelta chilena fue menos una revolución ideológica que una demanda de normalidad y de cumplimiento de promesas. Al no entenderlo, la izquierda abandonó el lenguaje universal de la justicia social y se refugió en agendas fragmentadas, lejos de la vida cotidiana de la mayoría.

La lección es clara: no hay transformación posible sin mayorías reales. Y esas mayorías no se construyen negando las trayectorias de quienes crecieron bajo el neoliberalismo, sino incorporándolas a un proyecto que ofrezca certezas, mejoras concretas y dignidad material.

El desafío sigue abierto. Modernizar Chile sin despreciar a quienes quisieron -y aún quieren- creer en una vida mejor. Si no se logra, ese Chile seguirá buscando respuestas fuera de cualquier proyecto emancipador.