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Detener a tuiteros no mejora la imagen de la clase política


Las malas ideas, el pésimo gusto o las afirmaciones más abyectas, por muy ofensivas que puedan resultar a una comunidad, no pueden ser punibles penalmente. Mostrar alegría por el sufrimiento ajeno o incluso desear la muerte del prójimo de forma abstracta te puede convertir en muchas cosas y tus argumentos pueden ser política o moralmente censurables, pero nunca deberías ser detenido por expresarlos. Estas máximas, que se resumen en el principio de que la opinión no es delito, por muy reprobable que esta nos parezca, se han quebrado en los últimos días, cuando el pequeño policía que todos llevamos dentro ha campado a sus anchas, clamando por el arresto masivo de tuiteros. La caza comenzó con la «Operación Araña», de la que nunca más se supo, al margen de un vídeo propagandístico elaborado por el mismo cuerpo policial que detuvo y torturó a la dirección de «Egunkaria» para después cerrar el periódico. Luego, con la muerte de Isabel Carrasco a manos de una correligionaria del PP, la psicosis ha llegado a niveles de frenopático.

Politizar un hecho que tiene muchísimo más que ver con la España negra de Puerto Hurraco que con la violencia política es síntoma de pocos escrúpulos. Utilizarlo en beneficio propio manipulando burdamente el contexto constituye un ejercicio mezquino de quien habitualmente goza de un privilegiado espacio en la atalaya de la superioridad moral. Una vez que los hechos demostraron que los escraches no tenían ni la más remota relación con el homicidio de León, el «sostentella y no enmendalla» de la derecha española miró a Twitter. Y, de repente, una corte de furibundos censores, al grito de «algo habrá que hacer», defendían que el nuevo «crimental» se mida en 140 caracteres.

Lo fácil que le ha resultado al PP hacer la envolvente y convertir un trágico asunto privado en un debate sobre orden público virtual deja claro lo barato que muchos voceros están dispuestos a vender las pocas libertades de las que disfrutamos. Aunque el esperpento corporativista llega a tales extremos que terminará por volverse en contra si no se atiende a las causas. No por mucho detener mejorará la imagen de una clase política con su credibilidad bajo cero.