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CRíTICA: «El congreso»

La virtualización de la realidad que llegamos a conocer


La realidad virtual es uno de los temas que más obsesiona al cineasta de nuestro tiempo, por lo que se viene desarrollando una suerte de metalenguaje en el cual el tradicional esquema del cine dentro del cine es aplicado al género de la ciencia-ficción. El israelí Ari Folman adapta de forma libérrima al escritor polaco Stanislaw Lem y su novela «El congreso de futurología», convirtiéndola en un experimento audiovisual que combina imagen real y animación en la línea iniciada por Robert Zemeckis en un ya lejano 1988 con «¿Quién engañó a Roger Rabbit?

El estudio del futuro del que habla el texto original pasa a cobrar una dimensión totalmente icónica en la película, dentro de un mundo dominado por cámaras y pantallas. La sociedad humana parece haber entrado en un proceso irreversible donde la imagen importa más que el contenido, siendo en consecuencia lo que vaya a quedar de las personas su simple reflejo externo.

La creación de «El congreso» coincide con la defensa desesperada que Andy Serkis está haciendo del trabajo interpretativo del actor frente a los efectos especiales, afirmando que incluso se debe premiar al rostro y cuerpo humanos que hay detrás del sistema de «captura de movimiento», y no a los técnicos que manipulan dicho físico.

Folman da una respuesta distópica a tan justificada inquietud, al plantear el nacimiento de la actriz digitalizada que encarna Robin Wright. Ella firma un contrato melistofélico por el que vende sus derechos de imagen al estudio, parte contratante que durante su duración podrá disponer a capricho de una versión virtual de la estrella a fin de que a los ojos de los espectadores nunca envejezca. Le prometen la eternidad a cambio de renunciar a su libertad.

El apasionante conflicto interno de la protagonista se va diluyendo a lo largo del extenso segmento animado, a medida que el diseño lisérgico se apodera del relato con una tendencia al exceso que suele ser común a los dibujantes, y de la que no se ha solido librar ni tan siquiera el maestro Miyazaki.