La mano (negra) del rey
[Crítica: "El reino"]
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Una playa casi desierta. Un mar en aparente calma y un hombre en silencio. Un cuadro introductorio que emana tranquilidad, incluso cierta armonía. Parece que está todo en orden... hasta que suena el maldito teléfono móvil. El señor responde a la llamada y, de repente, todo cambia. Ritmos bajos de música electrónica sustituyen el sonido sedante de las olas, los enfoques de la cámara dejan ver ahora una manada de buques cargueros en el horizonte y el estaticismo del plano se convierte en dinamismo frenético.
El personaje se da la vuelta, y también lo hace el teleobjetivo. Prima, como mandan los cánones del cine moderno, el cogote del protagonista. Un hombre de elegantes vestiduras, pero de modales mucho más barriobajeros. El hábito no hace al monje... y los trajes caros no hacen al buen político, desde luego. El hombre se ha metido en un restaurante de lujo (regentado por él mismo), en el que la curia de su partido se está pegando un atracón. Devoran y engullen como quien sabe que se está zampando el mundo. Carcajadas groseras y comentarios vociferados descontextualizados dibujan, precisamente, un contexto con el que nos sentimos extrañamente familiarizados.
Este primer encuentro está orquestado a través de la cercanía asfixiante (y sin lugar a dudas desagradable) del primerísimo primer plano. El planteamiento del guion técnico nos obliga a amorrarnos a una serie de personajes que, tanto por los negocios que se traen entre manos como por la manera en que estos son filmados, solo pueden ser definidos como grotescos. Tanto como la realidad de la que nos habla la película en cuestión.
El equipo compuesto por Rodrigo Sorogoyen (director) e Isabel Peña (co-guionista) se convirtió, con tan solo dos películas, en una de las duplas más fiables (y desde luego potentes) de la cinematografía española actual. Tanto en “Stockholm” como en “Que Dios nos perdone”, incidieron, con una comprensión prácticamente perfecta de los géneros visitados, en las tensiones y las violencias que unen a hombres y mujeres. Con este su tercer largometraje, amplían el punto de mira, y con ello, hacen méritos suficientes para erigirse en rey y reina de este país extraño, cuyas élites gobernantes ahondan, cada día más, en los abismos de la miseria (moral) humana.
'El reino', que así se titula este nuevo trabajo, tiene por objetivo plasmar, a lo largo de dos horas, uno de los elementos fundamentales de la idiosincrasia política española. Esto es, la corrupción en todas sus acepciones. El reto es mayúsculo: navegar sin encallarse en las aguas más turbias del planeta. El cenagal en cuestión es visitado a través del intenso marcaje a uno de los hombres fuertes de un partido político en el que está a punto de estallar una bomba. Nuevos dirigentes quieren subir peldaños en la pirámide del poder, y para ello ejecutan el truco de magia más antiguo (y barato) de este mundillo: el de la promesa de una regeneración democrática que, en realidad, logrará que todo siga igual (o peor) que en el pasado. Cambiar para que todo siga igual. Un clásico. Una verdad universal.
El problema es que dicha pantomima tiene que cobrarse unas cuantas cabezas, y ahí es cuando nos reencontramos con el hombre de la playa. Con el protagonista de esta historia, vaya, un Antonio de la Torre colosal, especie de mano del rey a punto de ser cercenada. Ante la amenaza de decapitación, el tipejo decide luchar por su cuello (y por todos sus privilegios, por supuesto) con las mismas artimañas con las que se movía en tiempos más pacíficos. Con pulso y nitidez fincherianas y gusto por el plano secuencia en los momentos de alta tensión, Sorogoyen y Peña firman un thriller de escándalo para un reino sumido en un escándalo permanente.
Con la amenaza constante de una cuenta atrás inconcreta pero desde luego seria, el thriller político (siempre al filo de la parodia más descarnada) se convierte en angustiosa y aún más furiosa aventura de supervivencia. En una colección interminable de amenazas, puñaladas traperas y maniobras indignas para salvar el -corrupto- pellejo. En una serie de personajes y escenarios igualmente extraordinarios (por bestias; por siniestros), pero a los que nuestro cerebro, por mecanismos de los recuerdos, concede absoluta credibilidad. Antonio de la Torre, Mónica López, Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Ana Wagener, Bárbara Lennie (a quien le bastan, por cierto, diez minutos para reivindicarse como el mayor talento interpretativo español)... reflejos todos ellos de personajes tan inquietantes como José María Aznar, Mario Conde, Manuel Fraga, Susana Díaz...
En serio, no es un guiñol, es una radiografía que asusta. El panorama que dibuja este 'Reino' es devastador, y se convierte en algo terrorífico cuando vienen a la memoria todas las noticias que embadurnan la actualidad política. Da miedo pensar lo basadísima en hechos reales que está esta ficción. Y dan ganas de incendiar la sala de cine (o ya puestos, el mundo entero) con la -genuina- indignación que Sorogoyen y Peña insuflan en el relato. «Que Dios les perdone»: El desquicio parece, ahora mismo, la única respuesta sensata en esta regia cloaca.