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«¿Qué hacer para que nos escuchen?», la duda que apremia al movimiento social

Desde que Élisabeth Borne presentara su reforma de las pensiones, el pasado 10 de enero, han transcurrido dos meses y seis jornadas de movilización. El Gobierno ha dado portazo al diálogo con los sindicatos y hasta al debate parlamentario, todo con tal de sacar adelante su reforma.

Imagen de la movilización del 11 de febrero, primera en fin de semana, y la más masiva en Baiona. (Guillaume FAUVEAU)

En otoño de 2017 las rotondas se llenaron de personas vestidas con chalecos amarillos. Una protesta por el precio del carburante hizo prender un movimiento de descontento que puso en jaque a Emmanuel Macron en el arranque de su primer mandato presidencial.

Las protestas fueron subiendo de tono, particularmente en París, muchas veces al margen de los cortejos de un movimiento ecléctico y poco organizado.

Esos estallidos puntuales de violencia permitieron a Emmanuel Macron ganar poco a poco el pulso de la opinión pública. Y la estrategia de desgaste y de hostilidad mediática hizo el resto. Lo que no debe ser obstáculo para reconocer que aquella amalgama ciudadana, sin portavoces al uso, alcanzó la categoría de interlocutor político en parte gracias a Emmanuel Macron.

Al arranque de su segundo y último mandato, son los sindicatos los que han tendido un pulso al Gobierno, que ha presentado una reforma de pensiones prevista desde hace tiempo pero que se ha inoculado como un cuerpo extraño en un periodo poco propicio.

Los consejeros no cogen el teléfono

Los consejeros del presidente trabajaron intensamente a los interlocutores de los «chalecos» cuando en las calles prendían las barricadas y las tiendas de las avenidas «chic» de París debían proteger sus escaparates con parapetos cada fin de semana.

La Policía actuaba con dureza en los bulevares parisinos y las imágenes de mutilados por sus municiones causaban un escándalo mitigado por la comunicación política en contra de los casseur.

Ese ambiente no impidió que se llevaran a cabo reuniones con un movimiento de masas al que se le hicieron algunas concesiones, siempre con el objetivo de ayudar al plan para pacificar las calles.

A diferencia de los «chalecos amarillos», los líderes sindicales, articuladores de una protesta masiva, pacífica y con pocas estridencias, no tienen línea directa con la cúspide institucional

 

«Ahora es el tiempo del parlamentarismo». Con esa frase despachaba el portavoz del Gobierno, Olivier Véran, la petición de una reunión urgente cursada por la intersindical tras la jornada del 7 de marzo, con entre 1,7 y 3,5 millones de personas en las calles, según las fuentes.

Los números de estos dos meses de protesta social, que ha tenido contadas estridencias, son mareantes en un contexto tan adverso como el de la alta inflación, la pérdida de seguridad laboral -y vital-, y con el teletrabajo convertido en atajo para esquivar la huelga y, al tiempo, en obstáculo mayor a la hora de visibilizar un bloqueo efectivo en el acceso a los centros de trabajo.

Mimetizarse a una sociedad en tiempos de cólera

El movimiento social se ha pegado, no sin dificultades, a la piel de esa sociedad mutante, en la que el sentido del trabajo está en cuestión, en la que la especulación ha usurpado al derecho a la vivienda y hasta a una alimentación saludable, y en la que el modelo de movilidad puede cambiar antes que nadie lo espere, limitando las opciones de escapatoria low-cost a los pesares cotidianos.

«¿Qué hay que hacer para que se nos escuche?». La pregunta lanzada por el secretario general de la CGT, Philippe Martinez, a pie de calle tiene su miga. Y encontraba una réplica en boca de los grupos de la izquierda senatorial después de que el Gobierno decidiera valerse de otro artículo constitucional, el 44.3, para imponer un voto único, a costa de impedir el debate de enmiendas.

Muro de silencio ante la movilización y mordaza ante el debate parlamentario. Dar la espalda a quien camina y a quien ejerce la representación en una democracia que pende de unos finos hilos, entre la presión de los lobbys y esa ultraderecha que espera a recoger la fruta madura.

Un cóctel peligroso para encarar el tramo decisivo en la tramitación de una reforma de las pensiones que sigue sin convencer a siete de cada diez ciudadanos. Este sábado, 11 de marzo, las calles volverán a llenarse de gente –la cita en Baiona es a las 10.30– que pide ser escuchada.