Drusos de Siria, entre la espada de Damasco y la pared israelí
Desde las masacres perpetradas por grupos vinculados a las fuerzas gubernamentales en Sweida, la minoría drusa vive con el miedo en el cuerpo. De facto autónoma de Damasco desde hace años, se encuentra en el centro de una ecuación geopolítica de la que Israel intenta abiertamente sacar provecho.
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En los últimos meses, la carretera que une Damasco con la región de Sweida –200 kilómetros más al sur– se ha convertido en uno de los puntos más sensibles de Siria. Durante decenas de kilómetros, los puestos de control se suceden aquí y allá, bien sean tribus beduinas aliadas al poder o unidades gubernamentales desplegadas apresuradamente para mantener el terreno. Luego aparece el último puesto controlado por las fuerzas del presidente sirio, Ahmed al-Sharah. Ocupado por varias decenas de soldados, se asemeja casi a un puesto fronterizo.
Detrás, una zona tampón de algunos kilómetros conduce al primer puesto de control de las fuerzas autónomas drusas. Una zona gris inestable, donde los disparos esporádicos entre facciones se han convertido en la norma desde la caída de la dinastía Al-Assad.
A partir de allí, los colores de la nueva bandera siria desaparecen por completo del paisaje. Solo permanecen los de la minoría drusa: rojo, amarillo, azul, blanco y verde, los cinco colores simbólicos de la comunidad, ondeando junto a los retratos de los mártires caídos durante los enfrentamientos con las fuerzas del nuevo Gobierno.
En el corazón de la zona está Sweida, considerada por muchos como la capital drusa del país. La ciudad, que contaba con unos 350.000 habitantes antes de la guerra, posee una larga tradición de autonomía, muy anterior a la huida de Bachar al-Assad el 8 de diciembre del pasado año.
Desde el levantamiento surgido en Deraa, a pocos kilómetros, en el año 2011, el régimen sirio había limitado su presencia a unas pocas bases militares, dejando a los notables locales y a los grupos armados la gestión de facto de este pequeño territorio.
Fayçal, habitante de la ciudad de cuarenta años, lo recuerda. «La retirada fue progresiva. A partir de 2014, las fuerzas del régimen ya no podían entrar en Sweida. Permanecían en sus bases militares, y solo había un puesto de control en el exterior. Una especie de autogestión que se reforzó aún más en 2023», explica.
Porque, aunque los drusos de Siria hayan sido durante mucho tiempo presentados como leales al clan Al-Assad, Sweida y su región fueron escenario de grandes manifestaciones, y constituyeron uno de los últimos bastiones de oposición a Bashar al-Assad antes de su derrota en diciembre de 2024 a manos del grupo islamo-salafo-yihadista Hayat Tahrir al-Sham.
Pérdida total de confianza
En su apartamento de Shahba, a diez kilómetros de Sweida, Najwa al-Taweel, figura de la sociedad civil local, rebobina y nos cuenta que, «tras el 8 de diciembre, nos enfrentamos a divisiones importantes entre quienes querían cooperar con las nuevas autoridades y quienes apostaban por un modelo más federal. La masacre de los alauitas en marzo convenció a mucha gente de que la segunda solución era la mejor».

Durante este periodo, y junto a otros actores de la sociedad civil, organizada y estructurada en Sweida sobre el desierto político provocado por el viejo régimen, Najwa viaja frecuentemente a Damasco para dialogar con el nuevo poder.
«Pedíamos que, como minoría, el Estado se comprometiera a asegurar nuestra protección. Ya en primavera habían sido atacados drusos en Damasco. Hasta que llegó el punto de inflexión, el 15 de julio. Nos dolió, no solo por las masacres cometidas, sino por la reacción de los sirios, que no lo condenaron claramente y algunos incluso apoyaron esa acción».
Autopsia de una masacre
A mediados de julio, ocurrió lo que muchos temían: tras enfrentamientos entre grupos drusos y beduinos, las fuerzas gubernamentales asaltaron Sweida. La ciudad y otros 36 pueblos circundantes fueron escenario de masacres cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo –hasta 1.500 muertos según fuentes locales–. Algunos barrios siguen siendo inhabitables; en ciertas calles, casi todas las casas han sido quemadas.
Amer Brahim Redwan, de 47 años, estaba en Sweida el 15 de julio, cuando entraron las fuerzas del Gobierno. En la madafa que posee, un lugar comunitario donde los activistas solían reunirse, un centenar de desplazados y vecinos habían encontrado refugio. «Guiados por un beduino, las milicias llegaron. Los combatientes rodearon el edificio, dos entraron y ametrallaron a todos los presentes», relata.

22 personas perdieron la vida allí. El hombre muestra un vídeo en el que aparece una alfombra de cuerpos sin vida en el suelo, rodeados de charcos de sangre aún visibles. Como muchos, vivió los bombardeos israelíes sobre las tropas del nuevo Gobierno como una liberación.
«Si ya no nos atacan, es porque tienen miedo de los israelíes, nada más», afirma tajante. «Yo ya no me siento sirio, mi única identidad es drusa».
Una cuestión que divide profundamente
Unas palabras que harían saltar a muchos drusos de Sweida, que repiten que Israel no puede ser un aliado.
Najwa al-Taweel lo explica: «Cuando intervinieron los israelíes, sentí una enorme incomodidad. Nunca estaré de su lado por razones evidentes. Pero si no hubieran puesto fin a estas masacres, quizá habríamos sido exterminados. ¿Cómo vivir con eso? Es nuestro país el que debe defendernos, no Israel».
Fayçal, también cruelmente afectado –perdió a su tía, a su primo, y a otro primo junto a su esposa y sus cuatro hijos–, no oculta su indignación: «Me siento más sirio y marxista que druso. Mi causa primera es la palestina. Sabemos bien que Israel nos utiliza, intenta presentarse como protector de las minorías para limpiar su genocidio en Gaza y, al mismo tiempo, intenta ganar nuevos territorios en Siria. Ocupan las alturas del Golán desde 1967, han avanzado aún más desde el 8 de diciembre de 2024, y existe el riesgo de que esto empeore».
Un discurso que se enfrenta a una realidad con más matices: entre los soldados de la Guardia Nacional dirigida por al-Hijri, dignatario religioso convertido en figura central de la cuestión drusa desde las masacres y que ha unido tras de sí a una treintena de milicias drusas, varios lucen parches con banderas israelíes en sus chalecos.
La montaña drusa en una zona gris
También se ven por algunos lugares, aunque escasas, banderas del Estado hebreo. «Al-Hijri tiene vínculos con los drusos de Israel. No es ningún secreto. Muchas familias drusas están divididas entre Siria, el Golán ocupado, el Líbano y el territorio israelí», susurra Fayçal. Rumbo al oeste, a un centenar de kilómetros de allí, varios pueblos exclusivamente drusos están encaramados en el Jabal al-Sheikh, en la ladera no ocupada del monte Hermón, bajo soberanía siria.
Al menos en teoría porque, desde la caída de Bashar al-Assad, este conjunto de localidades está en una zona gris. Las posiciones del nuevo Gobierno están a unos quince kilómetros cuesta abajo.
Los israelíes, por su parte, patrullan sin cesar. Un fenómeno llamativo, pues, prueba de su comodidad en el lugar, sus vehículos ni siquiera están blindados.

Un habitante del pueblo de Hader, que pide anonimato, lo explica así: «No tenemos ningún problema con ellos. No nos hablan, no nos molestan. Aquí, atrapados entre la montaña y el vacío, somos muy vulnerables ante un ataque. Su presencia nos tranquiliza».
Un discurso que se repite en cada encuentro y en cada pueblo. Como colmo del cinismo, según los habitantes, los israelíes incluso habrían instalado un puesto médico en la montaña, para atender a drusos aterrorizados ante la idea de ir a Damasco.
El mokhtar –equivalente al alcalde– de Hader se mantiene, sin embargo, lúcido: «Muchos habitantes piensan así, por desgracia. Es terrible llegar a creer que los israelíes pueden protegernos; eso dice mucho de nuestra desesperación. Yo considero que estamos atrapados, y que los israelíes son un peligro igual que las facciones radicales del poder».
Mientras tanto, los drusos de Siria siguen suspendidos en un frágil equilibrio: una autonomía que se acerca cada vez más a la de los kurdos en el noreste del país, pero con una diferencia esencial –y nada menor–: el apoyo israelí.
«Ese apoyo nos pone aún más en peligro. Pasamos por traidores, y es un argumento más para quienes quieren eliminarnos», concluye así Fayçal.