JUL. 19 2015 PSICOLOGÍA Entre dos medias naranjas IGOR FERNÁNDEZ {{^data.noClicksRemaining}} To read this article sign up for free or subscribe Already registered or subscribed? Sign in SIGN UP TO READ {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} You have run out of clicks Subscribe {{/data.noClicksRemaining}} Una manera de verlo es que en algún lugar existe una persona que encaja conmigo en todos los aspectos, lo que popularmente conocemos como «mi media naranja», alguien que me complementará, estimulará, será comprensiva o comprensivo, e incluso sabrá lo que necesito antes de que yo se lo diga. Como si alguien nos hubiera diseñado al mismo tiempo y hubiera tenido a bien (o a mal, en este caso) separarnos, dejándonos con la sensación de que estamos incompletos hasta que no volvamos a encontrarnos, y hasta entonces solamente vamos «perdiendo el zumo». El párrafo anterior tiene algo de mítico y la historia que tan presente ha estado –y sigue estando– en la literatura o el cine, a menudo parece trascender la cotidianidad o la inmediatez para trasladar una relación entre dos personas a un plano superior, casi espiritual. Es cierto que si uno piensa detenidamente en el valor que la pareja ha tenido para la evolución, y sin la cual la descendencia corría peligro, se puede llegar a entender su sacralización y su idealización a lo largo de los últimos siglos (aunque las parejas de conveniencia han existido con objetivos muy distintos). También es cierto que cuando una relación de pareja funciona, la conexión, la sintonía, la afinidad y el disfrute mutuo nos envuelven con sensaciones a menudo indescriptibles, tan difíciles de etiquetar que parecen trascendernos individualmente hacia un “nosotros” con vida propia... O por lo menos, por un tiempo. La cotidianidad poco a poco va dejando hueco a los aspectos que al inicio de la relación habíamos pasado por alto a favor del encuentro, o los que no habían surgido hasta que la otra persona no ha desafiado suficientes veces nuestro marco de referencia con el suyo. En este momento, se desvela y se crea una dinámica de relación que marcará el curso de la relación, su cultura propia; y normalmente, optamos por dos caminos: o bien confrontamos, ponemos encima de la mesa las diferencias o desacuerdos espontáneamente, o bien tratamos de nadar y guardar la ropa buscando la manera de esquivar el conflicto natural del desacuerdo. Y es que en este momento también se miden otros aspectos menos románticos como, por ejemplo, el poder sobre la otra persona en forma de influencia, cuestiones de las que habitualmente no hablamos. Al fin y al cabo, con estos ajustes buscamos asegurarnos de que nuestras necesidades se van a cubrir en esa relación, al tiempo que medimos la confrontación para que el vínculo no peligre. Entre los dos caminos de los que hablaba más arriba, se abre un campo con multitud de opciones entre la cesión o la imposición, entre ellos la negociación, la seducción o la manipulación. A lo largo de la vida hemos acumulado distintas carencias y deseos frustrados que otra relaciones no han podido cubrir, por lo que no es extraño que al encontrar a alguien que parece entendernos y querernos como nadie, le pidamos que también se encargue de lo que tenemos pendiente y que nadie más ha podido satisfacer. Y a veces tenemos una experiencia tan distinta y enriquecedora que parece curar las heridas del pasado, pero muchas otras veces es pedir demasiado, ya que estas suelen tener una historia tan larga que se pierde en la infancia. Sin embargo, aunque no podamos viajar en el tiempo, sí existe la posibilidad de que esta vez podamos expresar lo que hoy seguimos necesitando. Exigir al otro que satisfaga por completo lo que nos ha faltado será tensar demasiado la cuerda, pero podemos ponerlo sobre la mesa, con empatía pero sin arrogarnos una responsabilidad única, ya que, incluso en pareja, como adultos somos responsables de nuestro propio bienestar.