OCT. 25 2015 VIVIR EN CISJORDANIA Oriente Miedo Al cabo de medio siglo de ocupación israelí, el pueblo palestino sigue sufriendo diariamente las consecuencias de vivir en un estado de excepción permanente. El acoso económico, físico y sicológico padecido en Cisjordania choca de frente con el alto nivel de vida existente detrás del muro de la vergüenza. Juan Teixeira {{^data.noClicksRemaining}} To read this article sign up for free or subscribe Already registered or subscribed? Sign in SIGN UP TO READ {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} You have run out of clicks Subscribe {{/data.noClicksRemaining}} Paso fronterizo de Jalameh, norte de Cisjordania, 13.00 horas. Tras soportar dos horas bajo un sol asfixiante, junto a un grupo de ciudadanos palestinos accedemos al control que da acceso a territorio israelí. Parece un matadero. Es una nave industrial repleta de tornos, pasillos, puertas, cámaras y cuartos de seguridad. Los gritos por megafonía marcan el paso para avanzar hacia el siguiente control y recuerdan a las películas sobre regímenes totalitarios. Unos 45 minutos más tarde y un sinfín de preguntas después, estamos en territorio israelí. Aunque de hecho, ya venimos de lo que se podría considerar territorio israelí. Y es que Israel-Palestina es, en la práctica, una sola entidad política con un único soberano y diversos niveles jerárquicos por debajo. Haciendo un recorrido por Cisjordania se puede apreciar la difícil situación en la que viven los ciudadanos que conforman el nivel más bajo de esa pirámide: los palestinos que decidieron resistir en su tierra a pesar del ahogo económico, físico y sicológico al que se ven sometidos día tras día por las fuerzas de ocupación israelí. Según datos de 2013 de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (Unrwa, en sus siglas en inglés), tan solo 886.716 de los más de 5 millones de refugiados palestinos registrados viven en los Territorios Palestinos Ocupados. El resto lo hacen principalmente en Jordania, Líbano y Siria. Para los que se quedan, cada día supone una prueba a su capacidad de resistencia, a todos los niveles. En cualquier momento el Gobierno del Estado de Israel puede decidir que el barrio donde viven debe ser evacuado, puesto que será el futuro emplazamiento de una colonia. O puede ser que monten una garita de vigilancia en su tejado, por lo que habrá soldados que, sin aprecio ninguno por los habitantes, cruzarán a diario por el salón familiar. Sin obviar que hay muchas posibilidades de sufrir una detención administrativa, que viene siendo un secuestro, solo que a ojos de la justicia israelí es totalmente legal, puesto que esta argucia permite la detención aleatoria por períodos de seis meses (prorrogables indefinidamente), sin que se impute cargo alguno. Esto es lo que le pasó a Hazim, detenido seis meses por protestar cuando las autoridades decidieron expropiar el restaurante de su familia, en la calle Al-Shuhada de Hebrón. Tras las revueltas originadas después de la matanza de Hebrón en 1994, el Ejército israelí comenzó a limitar cada vez más la movilidad por la zona vieja de la ciudad, alternando épocas de toque de queda, expropiaciones, controles y otras maniobras para garantizar la seguridad de los aproximadamente 700 colonos radicales que permanecen allí. Según un informe de la Asociación por los Derechos Civiles en Israel (ACRI), un 76,6% de los locales comerciales de la zona se vieron obligados a cerrar tras la segunda Intifada. Con esto han conseguido que el centro de Hebrón, antes la zona comercial con más actividad de la región, se convierta en una ciudad fantasma totalmente militarizada. Ghost Town, como la llaman los palestinos. Según Hazim, «nos han echado de nuestras casas y han cerrado nuestros negocios, pero mientras no nos maten no nos rendiremos». Guerra sicológica. Rendirse o no es una decisión personal para los palestinos, que convierten la resistencia en una filosofía de vida. Sin embargo, la realidad hace que esa decisión se diluya en el continuo día a día. «No podemos vivir. Por eso estamos esperando a la muerte», dice una pintada en el muro de seguridad que separa Israel de los Territorios Ocupados en el campo de refugiados de Aïda. La guerra sicológica juega un papel importante en este conflicto. En este ámbito trabajan diversas organizaciones, como por ejemplo el centro cultural Ibdaa, del campo de refugiados de Dheisheh, donde se trabaja a diario para ofrecer una alternativa a niños, jóvenes y mujeres a través del deporte y la cultura, una vía de escape a la realidad y un modo de crear la necesaria ilusión para vivir. Precisamente Ibdaa significa en árabe «crear algo de la nada». Los niños, que representan la mitad de la población en los campos de refugiados, son como siempre el eslabón más débil. La pobreza y la violencia militar que campa a sus anchas en estos sucedáneos de ciudad no son el mejor ambiente donde pasar la infancia. Por eso, este tipo de iniciativas son enormemente necesarias. Puede que haya quien piense que una obra de teatro no va a ayudar demasiado a un niño que crezca en un entorno como este; la mirada de ilusión de cualquiera de ellos durante una función le haría cambiar de parecer. Resistencia cultural es el término que engloba las acciones de otro centro ubicado en un campo de refugiados, el Freedom Theater de Jenin. Según nos cuenta uno de sus fundadores, «la ocupación israelí afecta y funciona a diversos niveles, por eso para un correcto cambio se debe empezar por el nivel más básico: descolonizar a las personas. Para esto es necesario un espacio donde uno pueda sentirse seguro física y sicológicamente y se pueda desarrollar como individuo. Eso hacemos aquí, romper las barreras sicológicas para romper la opresión». Barreras contra la normalidad. Otra herramienta utilizada en la ocupación de los territorios palestinos es la restricción a la movilidad, con barreras tanto físicas como administrativas. Estas últimas se refieren a la necesidad de obtener permisos por parte del Estado de Israel para casi todo: para los desplazamientos más allá del propio municipio, para trabajar en asentamientos, para importar y exportar bienes, para construir viviendas, para residir cerca del muro, para invertir en empresas... El resultado es un inmenso gasto en recursos y tiempo que imposibilita por completo el desarrollo de una vida normal. Las barreras físicas son mas fácilmente identificables: puntos de control, cortes de carreteras y otras trabas que son el pan de cada día para todo aquel que decide salir de su barrio. Pero quizá la barrera física más evidente sea el denominado muro de la segregación racial (yidar al-fasl al-'unsuri): más de 700 km de vallas y hormigón que separan el territorio oficialmente israelí del territorio ocupado. Este es uno de los proyectos más polémicos y que más críticas ha recibido por parte de la comunidad internacional. La Corte Internacional de Justicia llegó a declarar su ilegalidad e instó a su inmediato desmantelamiento. De poco sirvió. Ahí sigue, separando familias y dificultando el acceso a educación y sanidad de miles de personas. Al menos es un excelente lienzo para los artistas urbanos. El caso más surrealista es el de la ciudad de Qalqilya, que está completamente rodeada por el muro, por lo que más bien parece una prisión al aire libre. Sus habitantes ya casi se han habituado a las horas de espera cada vez que quieren entrar o salir de la ciudad, o a que la única vista que tengan al alzar sus cabezas sea una mole de hormigón de siete metros de altura. A pesar de la situación, sus habitantes son gente amable y tranquila. «Qué le vamos a hacer, es lo que nos ha tocado», dice resignado Firas, un ingeniero informático por la Universidad de Birzeit reconvertido forzosamente a agricultor, mientras prepara un té para reponer fuerzas. A él ya no le sorprende el muro. «Si me parara a pensar en profundidad todo lo que tenemos que pasar por culpa de esta ocupación, seguramente cogería las armas. Pero esa no es la solución; en realidad no tengo ni idea de cual es la solución tal y como están las cosas», dice pensativo. Como él, una gran mayoría se ve obligada a resignarse y continuar. Decía Goya en el grabado número 43 de la serie “Caprichos” que «el sueño de la razón provoca monstruos». Podría haber continuado diciendo que el alimento de esos monstruos es el miedo, una herramienta de control muy utilizada en los Territorios Ocupados. Según Mohamed Safa, un activista palestino afincado en Galicia, «el uso de la fuerza, el miedo, la vigilancia constante y las restricciones de movimiento son algunas de las tácticas de Israel con un claro objetivo: hacer la vida de los palestinos imposible». Sin embargo, también está convencido de que el miedo está superado en Palestina, porque «no es asumible como modo de vida; entonces no habría resistencia de ningún tipo, y la hay. Al igual que ser esclavo no era el destino de los africanos, ser un ciudadano ocupado no es el destino de los palestinos». Las historias de la gente de Cisjordania chocan como una bofetada con la realidad de la mayoría de israelíes. Viajar en autobús desde Afula a Tel Aviv es como trasladarse a una dimensión paralela, y eso que son apenas unas docenas de kilómetros de distancia. En “La Burbuja" (así es como muchos se refieren a la capital israelí) todo es ajeno al conflicto. Bares de moda, tiendas de lujo, playas a rebosar, hoteles hasta la bandera, restaurantes de todo tipo... cada vez que cruzas el infame muro que separa Israel de los Territorios Ocupados la sensación es la misma. La dualidad humana en estado puro.