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Entre melilla y marruecos

MUJERES MULA

Por apenas unos pocos euros, miles de mujeres cruzan cada día la frontera entre Melilla y Marruecos cargando sobre sus espaldas bultos de hasta 80 kilos de peso. Son el motor de un comercio transfronterizo que beneficia a los comerciantes de ambos territorios y genera millones de euros anuales.


Sobre las 7 de la mañana, la cola ya parece interminable en los angostos tornos azules de la frontera de Melilla con Marruecos. Como cada día a estas horas, decenas de mujeres marroquíes, la mayoría de ellas ancianas, se agolpan para cruzar hacia territorio español en busca de mercancías. Les espera un duro día de trabajo, ataviadas únicamente con su chilaba y con un hiyab bien ajustado como única protección contra el afilado frío del amanecer.

Pareciera que están entrando en el matadero si no fuera porque, una vez abierta la valla, se produce una estampida hasta los almacenes del polígono melillense. Allí cargarán sobre sus espaldas hasta 80 kilos de mercancía. Y rápidamente, de vuelta a la frontera para pasar los bultos a Marruecos. Un ir y venir que repetirán tres veces al día por unos cinco euros el viaje. Así que cuantos más viajes hagan más dinero podrán ganar. Pero ninguna suele traspasar los tornos más de tres veces.

Las prisas y el caos que se generan en el lado marroquí de la frontera son caldo de cultivo para las avalanchas. En noviembre de 2008, murió una porteadora en estos tornos, aplastada por las prisas y empujones de sus compañeras. Safia, de 41 años, era licenciada en literatura árabe por la Universidad de Fez, su ciudad natal, algo inusual entre estas mujeres que se ganan la vida como porteadoras. Como otras licenciadas en paro, había abandonado su ciudad natal en busca de un trabajo. Le habían comentado que en la frontera había una forma de ganar dinero. Así que se empadronó en Nador, la última ciudad marroquí antes de la barrera, pues solo los residentes en esta ciudad pueden pasar al lado español sin necesidad de pasaporte. Había que hacer un gran esfuerzo físico, pero… se ganaba. Se ganaba para vivir.

Aquella mañana de noviembre un policía del lado español se percató de la avalancha e intentó llegar hasta las víctimas. Cuando lo hizo, bajo un cielo de hierro encontró un revoltijo de mujeres y grandes bultos por el suelo, centrifugados por la fuerza de la multitud. Disparó al aire para abrirse camino. Pero fue en vano, el daño estaba hecho. La autopsia del forense lo confirmó: Safia falleció por una «hemorragia pulmonar producida por una violenta compresión del tórax».

Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), dependiente de Naciones Unidas, se calcula que cada día mueren en el mundo 6.400 personas por accidentes de trabajo o como consecuencia de enfermedades laborales. Esto hace un total de 2,34 millones de personas al año. Aunque es posible que las cifras reales sean mayores, debido a que los sistemas de registro son inadecuados en muchos países. Una siniestralidad que se ceba especialmente con los trabajadores de la economía informal –la gran mayoría de la fuerza de trabajo del planeta– ya que, debido a su inestabilidad laboral, acaban aceptando condiciones de trabajo poco seguras.

Los riesgos que corren los hombres son más conocidos debido a que, hasta ahora, los estudios sobre la seguridad y salud en el trabajo se habían focalizado en empleos con predominancia masculina. Sin embargo, hoy en día, las mujeres son más del 40% de la fuerza de trabajo mundial y una gran cantidad de ellas labora en la economía informal, donde les toca hacer frente a trabajos inseguros e insalubres, con ingresos bajos o irregulares, alta inestabilidad laboral y en ocasiones poco acceso a la información.

No era habitual encontrar a una licenciada como Safia. Una excepción entre la mayoría de las porteadoras, que suelen ser analfabetas, muchas divorciadas, otras abandonadas por sus maridos o, lo que es peor en la cultura marroquí, madres solteras. Estas mujeres cobran por hacer de porteadoras, pero la mercancía se la quedan los comerciantes marroquíes. Si esa mercancía entrara por la aduana de manera oficial, en camiones o en contenedores, el comerciante marroquí debería pagar aranceles. En cambio, empleando a personas no tiene que pagarlos, pues es legal pasar mercancías siempre que se lleven encima como equipaje personal. Y son sobre todo las «mujeres mula» las que permiten este comercio exento de control arancelario.

Melilla, al igual que Ceuta, tiene un régimen fiscal especial con rebajas impositivas y es ajena a las normas aduaneras de la Unión Europea, lo que le permite importar mercancías con aranceles inferiores a los de la UE y vender a los ciudadanos marroquíes esos productos para su posterior ingreso irregular en Marruecos para su reventa. Se calcula que este comercio reporta a ambas ciudades autónomas 1.400 millones de euros anuales, un tercio de su economía total. Además, se estima que de esta actividad viven directamente 45.000 personas (de las cuales el 75% son mujeres) y 400.000 indirectamente, según datos de la Cámara Americana de Comercio en Casablanca. Pero como indica el semanario marroquí “Al Ayam”, este negocio también supone al año alrededor de 90 millones de euros en «propinas» que se embolsan los policías y aduaneros magrebíes destinados en las fronteras de Ceuta y Melilla.

En la frontera. Todavía temprano, cuando el horizonte apenas ha abierto las pestañas, el lado español de la frontera es un hervidero de gente. Las nubes corren en bandadas sobre la alambrada. El frío se ciñe aún a los huesos. En la inmensa cola de acceso se encaminan miles de deseos amargos. Un motorista se detiene de pronto y tira los neumáticos que lleva cargados. Muchos se lanzan sobre ellos, como si fuera lo último que fueran a hacer en la vida. Unos cuantos camiones blancos llegan a la gran explanada que precede al paso fronterizo. Cuando todavía no se han detenido, numerosos hombres y mujeres se arrojan sobre sus portones traseros, abren las puertas y se dan de codazos, se pisan, luchan entre ellos y se encaraman al vehículo para coger un bulto. Hay más personas que bultos, por lo que más de uno se verá frustrado. Aunque parezca un caos, en realidad la mayoría de los bultos ya están previamente adjudicados. Se ocuparán de ellos los hombres, quienes son casi los únicos que cargan a pie de frontera unos bultos que ni siquiera transportan sobre sus espaldas, ya que pueden empujarlos y hacerlos rodar. La mayoría de mujeres tendrá que caminar hasta las naves del lejano polígono, cargar sobre sus lumbares y caminar hasta la valla.

Para ellas el porte sería un camino imposible si no fuera por Antonio, el conductor del autobús municipal, quien las deja más cerca del polígono y las trae de vuelta para que el esfuerzo sea menor. Antonio se conoce el nombre de todas ellas y es muy querido. Su labor casi humanitaria llega hasta el punto de ayudarlas a subir al vehículo esos pesadísimos fardos. «Esto que ves es inhumano, pero así es todos los días. Cada día todas estas mujeres transportan en total 300 toneladas de mercancías sobre sus espaldas». Por eso sufren a menudo trastornos óseo musculares a causa de la pesada carga, entre otros efectos adversos para su salud. A la vista está que su carga de trabajo es mucho mayor que la de los hombres, ya que estos últimos utilizan medios mecánicos o simplemente se limitan a empujar la mercancía.

A los pies del vehículo, vemos cómo cargan sus bultos, cómo los atan a la espalda con telas o simples cuerdas, que a menudo amarran a los hombros y cuellos. Son espectros tambaleantes que van y vienen, con los rostros agrietados, que adosan zapatos, tetrabriks, mantas, patatas fritas, pañales y casi cualquier mercancía a sus cinturas, al pecho, a los muslos. Todo cosido con varias vueltas de cinta de embalar. Así quedan ellas hinchadas, con las chilabas en relieve, caminando como mujeres bomba a punto de estallar.

Por eso, muchas se derrumban en la cola, debido al elevado peso de sus paquetes y al largo tiempo de espera, a lo que se suman los habituales amontonamientos y tensiones generadas por las prisas. Se aprecia en sus miradas cómo la angustia se abre paso, cómo sube por sus venas hasta abrirles la piel.

«Si no estuviésemos aquí se matarían», confiesa uno de los guardias civiles que tratan de impedir las aglomeraciones con un poco de orden. Hace meses que no se produce una avalancha. Quizá se deba al «circuito» creado por la Guardia Civil consistente en varios caminos que desembocan en la entrada de la frontera. El porteador elige uno u otro sendero según el tipo de bulto que lleve. «Lo importante es que estén en movimiento, porque cuando están parados, hay peligro de avalanchas», dice el capitán Rafael Martínez, responsable de la seguridad en la frontera. Han seleccionado a veinte porteadores masculinos, a los que uniforman con una gorra amarilla para que ayuden a los agentes en el mantenimiento del orden y en la traducción de sus compatriotas, a cambio de poder pasar su mercancía sin hacer cola. «Todos van con gorra amarilla y también les hemos puesto un número», añade. «El primer día les di una gorra amarilla, como forma de diferenciarles del resto. Pero, aquí también hay picaresca. Al día siguiente había ochenta gorras amarillas dispuestas a evitar las colas. Fue imposible saber entonces quién era voluntario de verdad. Por eso tuve que ponerles un número».

Pero por mucho que lo organicen, la visión cotidiana de las «mujeres mula» dando tumbos, con la espalda en un ángulo de 45 grados, con tierra seca cargada en sus bocas y a punto de derrumbarse por el peso de los bultos, sigue siendo un macabro espectáculo más propio de la Edad Media que de la frontera sur de la Europa del siglo XXI. El paso peatonal fronterizo «no está preparado para el volumen de gente que recibe cada día», afirma José Palazón, de la ONG Prodein. «Falta espacio, personal, puestos, los agentes de policía son insuficientes y, por lo tanto, muchas veces están estresados. Se hace a los marroquíes pasar por unos tornos pequeños y esperar durante horas. Es una bomba de relojería. La frontera no está pensada para que haya una fluidez de personas».

En tierra de nadie. La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APRODH- A) resalta la importancia de habilitar mecanismos para que el tránsito de mercancías pueda hacerse de forma que no perjudique tan gravemente la salud de estas mujeres. Insisten en que es necesario «modificar la estructura física de las zonas de paso, así como permitir el uso de medios mecánicos manuales para el porte de dichas mercancías». Asimismo, califica la situación de «indignante», por los «abusos y explotación contra estas mujeres, que están olvidadas por los responsables políticos de ambos Estados». Hay que recordar que tanto Marruecos como el Estado español han firmado el convenio sobre la inspección del trabajo de 1947, por el cual se comprometen a mejorarla en materia de seguridad y salud en el trabajo. Pero no parece que esto se lleve a cabo en esta frontera, que aquí es tierra de nadie.

Según la OIT, existe una estrecha vinculación entre la violencia en el trabajo y los empleos precarios, el género y ciertos sectores ocupacionales de alto riesgo. Y es que las porteadoras deben «no solo llevar la carga y recibir las directrices de quienes controlan el paso de mercancías –añaden desde APRODH-A–, sino que además tienen que sortear la violencia policial, salir ilesas de las avalanchas, aguantar los golpes o el acoso sexual, pagar los sobornos, soportar el frío, la lluvia y el calor extremo y, sobre todo, sobrevivir en un lugar donde la mercancía es la dueña del ser humano».

Es ya mediodía, momento en que la frontera cierra para el trasiego de mercancías. Como pasó ayer, encuentro a alguna porteadora a la que no ha dado tiempo a pasar su última carga a Marruecos. Se ha quedado atrapada en el lado español. Está apoyada en un quitamiedos, agotada y con el sudor transparentándole el hiyab. Con la espalda encorvada, camina de nuevo con dificultad hacia los tornos. Desde aquí escucho el quejido de su espalda y el crujido de sus dientes mientras se pierde tras la alambrada, tras esa herida honda que lacera estas tierras. Se detiene durante un instante y me dice chapurreado en un frágil castellano: «Mañana temprano… otra vez».