DEC. 11 2016 Crónica de mi primer combate El día que murió Ali El mismo día en el que el boxeo dijo adiós a su mayor leyenda, una multitudinaria velada en el Frontón Bizkaia de Bilbo aupó a Kerman Lejarraga al sexto puesto de la Asociación Mundial de Boxeo. Su impresionante trayectoria coincide con el resurgir en Euskal Herria de una disciplina a la que sus críticos niegan incluso la categoría de deporte. Last update: DEC. 13 2016 - 08:45h Irati Jimenez {{^data.noClicksRemaining}} To read this article sign up for free or subscribe Already registered or subscribed? Sign in SIGN UP TO READ {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} You have run out of clicks Subscribe {{/data.noClicksRemaining}} Siempre me gustó Muhammad Ali. Había algo magnético en su manera de sostener la mirada, en cualquier circunstancia, ante cualquier persona, sin agachar nunca la cabeza. Como si hubiera convertido su rabia en una afirmación, «no me vas a dominar. Ni tú ni nadie me va a dominar». Se escucha en las miles de fotografías que le sacaron. A veces como una provocación –«atrévete»–, a veces como una amenaza –«no te atrevas»–. Durante años, tuvimos en casa un póster en el que se veían tres momentos de su segundo combate con Sonny Liston. Es el primer round y acaban de empezar, pero Liston ya está en el suelo, no va a poder levantarse y Ali contiene los golpes que le quedan dentro mientras grita con la rabia de una victoria tan rápida que casi parece una derrota. El día que murió, los periodistas echamos mano del saco de tópicos –nos encanta, especialmente si podemos rebuscar entre las hipérboles– y los periódicos se llenaron de expresiones como «el más grande de todos los tiempos». Incluso “El País”, un periódico que tachaba al boxeo de «sórdido» en su libro de estilo, le calificó de leyenda y le describió como uno de los mayores deportistas del siglo XX. También yo solía pensar que era, no sé si sórdido, pero poco edificante, desde luego, y difícilmente «un deporte». No sé cuándo cambié de opinión. Puede que decidiera darle una oportunidad al descubrir que le gustaba a Julio Cortázar. Puede que fuera el cine. No se puede odiar mucho tiempo algo de lo que se han hecho tantas buenas películas. El caso es que lo odiaba o lo malinterpretaba o, simplemente, me parecía mal, y luego me fascinó y me intrigó, y el día que murió Ali allí estaba, asistiendo a mi primera velada, sentada frente al espejo de mis conflictos, mis miedos y mis prejuicios, dándome cuenta de que el boxeo, en realidad, no trata de los boxeadores. Trata de ti. No estaba planeado. No pensé: «Ha muerto Ali, debería ir a un combate en Miribilla». Fue una de esas casualidades que te encantan si te gustan las frases como «el día que murió Ali fue al boxeo por primera vez». Combatían varios boxeadores, entre ellos Kerman Lejarraga (Morgako Marrazoa o el Revólver de Morga) y nos habían conseguido entradas muy cerca del ring, donde se pueden leer los labios de un boxeador que acaba de ganar diciéndole al otro «ya lo siento» mientras respiran como animales de tiro y se abrazan. No se dan la mano o unos golpes en la espalda, no, no. Algunos se abrazan y no me pareció un gesto vacío. Me pareció que lo hacían de verdad y no obligados por un artificio deportivo. No es que no hubiera teatralidad en el boxeo, la había. Muchísima. De hecho, es fácil tener la misma sensación del turista que viaja a Nueva York por primera vez y siente esa familiaridad irreal de haber visto algo miles de veces antes de verlo en la vida real. Teatralidad atravesada por el dolor. Pero esa teatralidad era constantemente atravesada por el dolor de verdad –¿cómo no te va a doler si te están pegando?– y por el enfado de verdad –¿cómo no te vas a enfadar si te están pegando?–. El árbitro que paró un combate porque a uno de los chicos se le empezaba a hinchar la ceja parecía preocupado de verdad y había mucha, mucha verdad en los entrenadores que recogían a los chicos en la esquina del ring y les quitaban el sudor de la cara, con cariño, con cuidado, de verdad. Es lo que más me gustó, ese combustible tan inflamable que hace grande la gran literatura y que hace fantásticas algunas películas y estupendas tantas canciones. Flaubert, arduo perseguidor de esa clase de autenticidad, dejó escrito que le gustaba «incluso lo innoble, cuando es sincero» y eso es lo que me maravilló del boxeo, el enorme continente de verdad por el que transitaba, verso a verso y, por supuesto, golpe a golpe. Incluso en el público, –numeroso, heterogéneo, bien informado, muy activo, volcado con los boxeadores vascos– que es quien ocupa, sin duda, la posición menos admirable de todas. Cuando salió al ring un boxeador más pequeño que el resto (Jabitxin Díaz), recibió más cariño que nadie y quedó en evidencia que en el boxeo, como en el recreo, a nadie le gusta ver ganar a un grandullón. «¡Tú eres mucho más que él!», le gritaban. No mucho más hombre, solo mucho más. «¡Dale, que ya le has despeinado!». «¡Cázalo, que está vacío!». Un espectador alto y rubio se levantó en el momento álgido, gritó «¡eres mejor!» con la voz quebrada y me hizo pensar en lo distinto que sería todo si supiéramos acompañarnos así en la vida, sufriendo cuando vemos sufrir –qué remedio–, pero sabiendo que cada uno lleva dentro la fuerza para librar sus propias batallas. Por otro lado, es perfectamente posible que yo estuviera pensando demasiado mientras unos chavales se zurraban y la gente les gritaba para que se dieran más fuerte. Pero algunas personas somos así, pensamos algo, poco, mucho o demasiado, pero difícilmente podemos hacer algo que no sea pensar, incluso en medio de toda esa emoción. Las mujeres, por ejemplo. Pensé mucho en ellas. Hubo algunas que combatieron, pero llegamos tarde para verlas así que las únicas que vi en el escenario fueron azafatas con tacones rojos y pantalones cortos que subían al ring y señalaban los rounds. Allí estaban, todos los presuntos estereotipos patriarcales de género. Solo que invertidos, como en un espejo de feria. En la cúspide de la masculinidad, los hombres resultaban extremadamente vulnerables, sufrían. En la cumbre de la feminidad, las mujeres que sostenían cientos de miradas me parecieron majestuosas, llenas de poder. Detrás de ellas, en pantalla, anuncios –Pescadería Pili– y, de vez en cuando, un enorme círculo morado y la frase a la que tanto nos estamos acostumbrando: «No a la violencia contra las mujeres». ¿Puede haber mejor ejemplo de las progresivas victorias de los feminismos? Al mismo tiempo que se le da un lugar al conflicto y a la violencia, se afirma que hay violencias intolerables porque están basadas en el abuso jerárquico y el intento despreciable de ejercer la dominación. Es probable que mi rechazo original al boxeo tuviera que ver con mi propia dificultad en entender esas diferencias. El caso es que en mi primera velada de boxeo no hubo nada que me inquietara. No hubo escenas de película en las que el árbitro tiene que separar a los atletas tras el pitido porque, ciegos de enemistad y furia, dos enemigos mortales han olvidado incluso las reglas del deporte. Nada de eso. Las reglas están claras, cada cual asume su parte y de verdad que hay algo liberador en ver tanta violencia en un contexto tan pactado. Al contrario de lo que se pueda pensar, lo explosivo no son los golpes, es la honradez. Es lo que me llevé de aquella noche. Esa claridad. ¿Qué se sentirá? ¿Cómo será sentirte libre del esfuerzo de contener tu propia rabia? Imagina que no tienes que hacerlo. No hace falta, porque el adversario se va a defender, con todo lo que lleve dentro y si, por un segundo, se te olvida que tienes que darle igual de fuerte, no te preocupes, porque te lo va a recordar de un guantazo. ¿Será liberadora esa sensación? ¿No nos han educado en la idea de que enfadarnos está mal? ¿No es ese uno de los grandes imperativos buenistas de nuestra sociedad y uno de los máximos mandatos patriarcales hacia las mujeres? Y ahí están estos hombres y mujeres que boxean, dándose la libertad de pegarse, otorgándose el enfado, comprometiéndose con defenderse y pactando incluso el miedo. Es eso, lo que más me impactó, el día que miré el boxeo desde las primeras filas: que un contrincante que se defiende te hace el regalo de poder atacarle y de poder pegarle. Francamente, no sé si llevo dentro el valor de pasar ese miedo. Tampoco sé si llevo dentro la honradez de pasar esa rabia y supongo que es la clase de cosa que solo se averigua si te subes a la lona. Lo que sé ahora y no sabía antes de pasar unas horas en Miribilla es que esa imagen del más grande de todos los tiempos que guardaba en casa significa todo tipo de cosas. Entre ellas, varias en las que no había pensado. Siempre había visto en Ali la nobleza inspiradora del que sigue sintiendo odio dentro, pero se ha prometido no pegar a nadie que ya haya caído a la lona. Lo sigo viendo, ese ejemplo de nobleza, pero ahora veo también la hermandad y la tragedia. Porque la rabia de Muhammad Ali cuando le grita a Sonny Liston que se levante del suelo porque solo acaban de empezar, me parece la rabia del que está enfadado con un adversario que no le deja liberarse de su propio enfado y que, en ese sentido, le abandona cuando más le necesita. Cuando terminó la velada era ya de noche y había tanta gente esperando a su taxi que preferimos caminar un rato hasta el coche. Seguía sin saber demasiado de boxeo, pero sentía que sabía algo más sobre mí.