DEC. 08 2024 PSICOLOGÍA Espacio vacío (Getty) Igor Fernández Hay un dicho que reza «cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas», y es que, cuando la mente no tiene qué hacer, también se dedica a llenar el espacio vacío con sus propias inercias. Es habitual en estos tiempos escuchar a personas que dicen no saber cómo disfrutar de lo que tienen. De hecho, cada vez parece más difícil defender el tiempo no productivo sino edificante. Entre las obligaciones y los pasatiempos queda reducido el escenario en blanco en el que construir una experiencia personalmente satisfactoria y desde el que poder compartirla con otros con esos dos verbos, construir y compartir, como objetivo último del esfuerzo y el tiempo empleados. El cerebro ama las rutinas, las necesitamos para sentirnos seguros y, evolutivamente, nos va la supervivencia en esa capacidad de predecir lo que va a venir después; no tener ‘nada que hacer’ a veces es un fastidio para esa parte que quiere resolver, en particular si vivimos en un contexto de alerta o estrés cotidianos. En esos casos, es más difícil sostener sin ocupar el espacio interno, dar tiempo a que las cosas pasen y proteger esa potencialidad sin buscar rápidamente un resultado. Y no ayuda el clima de crispación social o de temor, que parece hacer más arriesgado el no subirse al carro de estar preocupados, preocupadas. Es como si fuera peligroso ver a toda esa gente enfadada en las noticias, atacándose unos a otros, o anticipar un desastre climático o bélico y aun así estar tranquilos, tranquilas, de una forma consciente. Fisiológicamente, en situaciones de estrés, la inercia del sistema nervioso autónomo es activarse en su rama simpática de forma automática, la rama que nos prepara para la acción pero que estrecha nuestras opciones, nuestras ideas y nuestras sensaciones físicas, y nos orienta a un tipo de respuesta al entorno y no a otras. Suficiente alerta es necesaria para resolver los desafíos, pero no lo podemos fiar todo a nuestra capacidad para enfadarnos o enfrentarnos, ya que demasiada activación en ese sentido merma nuestra creatividad y nos aísla. Quizá, cuando no tengamos qué hacer, tendremos que estar atentos, atentas, para no estar invocando al ‘diablo’, dispuesto a ‘matar’ esto o aquello dentro de nosotros, de nosotras. Quizá en esos momentos tengamos que encargarnos activamente de estar involucrados en proteger y fomentar otros valores que hacen que la vida valga la pena, independientemente del resultado; otros valores que recuerden que ser humanos no se reduce a un acto transaccional o productivo para el grupo, otros valores como la solidaridad porque sí, la curiosidad activa por el otro o el sentido de pertenencia y disfrute… De ver las moscas volar dentro de nuestras cabezas mientras tomamos aire, nos recomponemos o vagamos internamente. Y esa involucración es un antídoto para el matamoscas crítico u obsesivo de ese ‘diablo’ que ‘mata’ nuestra tranquilidad dentro de la mente.