FEB. 02 2025 PSICOLOGÍA Segunda vida (Getty) Igor Fernández La vida es complicada y los caminos a veces se separan sin darnos cuenta. Cuando una relación se marchita, quizá la convivencia deja de ser ilusionante, o la otra persona se convierte en alguien molesto y, tras un tiempo, la ruptura se consuma, inexorablemente. En otras ocasiones, las personas nos quedamos donde no queremos realmente estar, dejamos de expresarnos libremente, sin desafiar o poner límites, sin hacer lo nuestro por llevar la relación adelante, y los caminos se enfangan. Entonces, las dos personas empiezan a hacer su vida por separado y la idea de ‘lo que nos une’ deja de tener un soporte físico, de ser una experiencia cotidiana, sino más bien un recuerdo, o un anhelo del ideal que igual un día fue. En ese lodazal de descontento es fácil que una de las dos personas dé un volantazo, haga algo egoísta, centrado en sus propias necesidades o deseos -quizá legítimos pero secretos para la otra persona-, con un efecto llamativo. Entonces, quien recibe el impacto de ese cambio de rumbo, lejos de poner en marcha la empatía o el deseo de comprender, puede que también aproveche la coyuntura para ahondar en el desencuentro, sintiéndose ofendida, maltratada, abandonada, y sirviéndose de esas sensaciones no como señal de alerta que requiere una acción, sino como pretexto para terminar de romper lo que ya no se sostenía… O al menos, de esa manera. Y es que, a veces, cuando no podemos más, hacemos que las cosas estallen, no necesariamente con una intención lesiva, sino como un intento de sacudir los cimientos de algo que tiene que cambiar radicalmente. En ese punto ya no vale con intentar volver atrás y, si se vuelve, es cuestión de tiempo que se encienda la misma mecha. A partir de ese punto de inflexión, si nos quedamos, tendrá que ser para hacer algo muy difícil -probablemente no haya nada más difícil entre dos personas cercanas-: crear una nueva relación. Partiendo de hablar a calzón quitado de lo que se escondía antes de la crisis, de lo que nunca se dijo pero se sentía, de la falta de confianza previa en que una fuera a ser escuchada, o el miedo -siempre el miedo- a la incomprensión, o al control o al abandono… A lo que sea. Y lo más complicado: hacerlo sin querer ganar la discusión, renunciar a ese deseo internamente y con toda la convicción del mundo, porque ese es el camino más corto a un final definitivo. Y, a partir de ahí, hacer toda una ‘mudanza’, profunda, cambiar las expectativas que se tenían, hacer los duelos de lo que no pudo pasar, lo que no conseguimos y compartir los verdaderos deseos para el futuro. Y quizá, si tenemos suerte, y somos humildes, la relación se reedite, con magulladuras, e idealmente con un aprendizaje a las espaldas: «no volveré a callarme lo que realmente me importa», y quizá otro: lo que se necesita y no se pide se convierte en una deuda que el otro desconoce que tiene; y, por tanto, que no podrá nunca pagar.