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Papa Francisco, el estilo es la sustancia de una revolución tranquila y de fondo

Comparándolo con sus antecesores, el papa Francisco cae mejor, parece más humilde, con empatía y cierta devoción por los desposeídos. Su estilo es fresco, el tono de sus palabras es otro, sus gestos más simples tienen mucho alcance. Todo ello ha contribuido a disparar su popularidad y su estatura moral en el mundo y en Euskal Herria. Porque en una Iglesia llena de símbolos y sacramentos, cambiar el estilo es una revolución de fondo.

(OSSERVATORE ROMANO / AFP)

La celebridad papal es una cosa curiosa. En el barroco mundo del Vaticano, todavía regido como una corte medieval, tan dado a los absurdos, a las intrigas y a los juegos de tronos, la elección del papa Francisco representó, como dijo la periodista argentina Elisabetta Piqué, «un escándalo de normalidad». Con simples gestos, con pocas palabras y con habilidades tan básicas como la de sonreír a la gente ya ha conseguido personificar, para muchos católicos y no católicos, un pequeño milagro. Y consciente de la importancia del estilo en una institución cargada de símbolos, apunta a que tiene en mente cambios muchos más radicales.

No le va a ser difícil superar las marcas al vicario de Cristo sobre la Tierra número 266. En la historia de la Iglesia abundan monarcas absolutos terribles. Tenemos a Esteban VI, que llegó a exhumar el cuerpo de su predecesor Formosio ocho meses después de la muerte de este, vestirlo de papa y ponerlo en un trono para juzgarlo. El muerto fue encontrado culpable y su cuerpo fue arrojado al río Tíber. Hablando del papa Clemente VI (elegido en 1342), el lírico y humanista Francesco Petrarca describía «enjambres de prostitutas en la cama papal» y añadía que «no voy a hablar de adulterio, violación e incesto porque son solo el preludio de sus orgías». El papa Pío XI, por su parte, describió a Mussolini como «un hombre enviado por la Providencia».

Los reaccionarios y tradicionalistas Juan Pablo II (que fue muy popular) y el que fuera su ideólogo y jefe doctrinal Benedicto XVI no merecen quizá un lugar en esa galería de horrores. No son para tanto. Pero ambos destacaron por atacar los vestigios progresistas del Concilio Vaticano II. El papa Francisco, a diferencia de sus dos antecesores, ha marcado otra línea. Renunciando al palacio papal por un modesto apartamento de dos habitaciones, circulando por Roma en un Ford Focus en lugar de una limusina Mercedes, regañando a los líderes de la Iglesia católica por estar «obsesionados» con temas que polarizan socialmente como el matrimonio entre gays o el control de natalidad y, sobre todo, por su feroz crítica del libre mercado sin límites, Francisco anuncia intenciones, cómo entiende ser coherente con el «hijo del Señor».

Esto no quiere decir que el papa actual sea de izquierdas y seguidor de la Teología de la Liberación. Sencillamente, no los considera, como Juan Pablo II, unos «herejes». Que le ha influido es evidente y que no esconde sus simpatías también. Hace poco invitó al Vaticano al padre Gustavo Gutiérrez, fundador del movimiento en Perú. Asimismo, parece claro que, a diferencia de los papados de sus antecesores, movimientos reaccionarios como el Opus Dei tienen motivos para la preocupación y que otros más progresistas, los jesuitas por ejemplo, tienen motivos de esperanza al ver a uno de los suyos al frente del Vaticano.

Jorge Mario Bergoglio es un papa distinto, un papa cool que va camino de convertirse en una figura con estatus de icono global, de gran autoridad moral. Es apreciado por lo que es, por lo que dice y por el impacto de sus palabras en las fuerzas progresistas del mundo.

En las casas de apuestas de Londres, Bergoglio estaba en el puesto número 44 para ser designado papa. Quienes apostaron por él sin duda se llevaron mucho dinero pues parecía no tener ninguna posibilidad. Los tres favoritos de la cuerda de Benedicto XVI no se pusieron de acuerdo, no unieron sus votos en torno a un candidato y cuando se anunció su nombre como ganador -el de un sudamericano blanco de origen europeo- la primera consideración fue la de que era una elección radical. Ya desde un primer momento se hizo hincapié en su humildad, comparándola con el conservadurismo y el celo litúrgico de su predecesor.

Los primeros detalles que trascendieron apuntaban a un cambio, cuando menos, de estilo. Durante el cónclave, se alojó en Roma en un hotel espartano que pagó de su propio bolsillo. Cuentan que en su primera cena con los miembros del cónclave que lo eligieron, mostró su sagacidad y sentido del humor al implorar a Dios para que «los perdonara por lo que habían hecho».

Si hay algo por lo que Bergoglio puede ser criticado es por su comportamiento como superior provincial de los jesuitas durante la guerra sucia que asoló Argentina tras el golpe de 1976 por parte de una Junta militar ultracatólica que contó con la abierta colaboración de muchos curas y obispos. Los pocos curas que la denunciaron fueron «desaparecidos» y un obispo murió en un accidente de tráfico fabricado.

Tras ser designado, sus críticos, con el diario argentino «Página|12» al frente, quisieron involucrarlo en el arresto y tortura de dos jesuitas. Sus defensores, por contra, dicen que trabajé mucho y bien tras las bambalinas, que arriesgando su vida disfrazó e hizo pasar como seminaristas a un montón de perseguidos políticos y consiguió salvarlos. Parece que las denuncias de «Página|12» han perdido fuelle y credibilidad. El único jesuita superviviente, Francisco Jalics, desmintió rotundamente al diario argentino. Llegaron a dar una misa conjunta y Jalics se reunió con Francisco en Roma. Si el papa tiene la conciencia tranquila o no, si hizo lo que pudo y si está en paz consigo mismo, solo lo sabe él.

Tras el humor, la cercanía y el encanto se esconde un «animal político». Que nadie se lleve a engaño. Si la situación lo demanda, si sirve a objetivos más altos, el papa Francisco ha demostrado tener mano de hierro y no temer enfrentarse a la vieja ortodoxia. El jesuita estadounidense Reese da cuenta del caso del arzobispo de St. Louis (EEUU), Raymond Burke, uno de los preferidos en los círculos ultracatólicos y miembro de la influyente Congregación de Obispos del Vaticano (clave en la selección de nuevos obispos «tipo Munilla» en EEUU). Se atrevió a criticar al papa en televisión porque este reprobaba una Iglesia excesivamente centrada en el aborto y la integridad del matrimonio. Una semana después Francisco lo destituyó. En lo que se interpretó como un golpe directo a su predecesor Ratzinger, a los tradicionalistas Frailes Franciscanos de la Inmaculada les prohibió dar misas en latín y ordenó investigar sus finanzas. En el Colegio de Cardenales, sobrerrepresentado de italianos, ha incluido prelados de Haití, Nicaragua, Costa de Marfil o Filipinas. Por primera vez en la historia, sobre 16 votos 9 son de Asia, África y Latinoamérica. Francisco sustituyó al secretario de Estado con Benedicto XVI, Tarcisio Bertone, experto en tejemanejes, y lo sustituyó por Pietro Parolin, conocido por haber declarado públicamente que el celibato no es un dogma de la Iglesia -y que, por tanto, puede ser cambiado-.

Las exhortaciones apostólicas de sus antecesores sobre los matrimonios entre homosexuales o el control de natalidad presentaban estos temas como los problemas más acuciantes del mundo. Bergoglio, con su particular humor, hizo chistes de esa posición: «Quieren meter al mundo en un condón». Sabe, no obstante, que tarde o temprano tendrá que hincarle el diente a cuestiones como esas, el celibato, el papel de las mujeres y los laicos en la Iglesia, su reforma, las finanzas, la ordenación de los casados, etc. Intentará proceder por la vía del sínodo -que deriva de la unión de las palabras griegas «syn» (juntos) y «odos» (viaje)-. Apostará por tomar esas decisiones de manera más colegial y descentralizada. De hecho, ha repartido cuestionarios en parroquias solicitando opiniones al respecto. Y eso en una organización tan rígida y jerárquica ya es algo. Es mucho.

La estratosférica popularidad de este papa tiene todavía exámenes difíciles que superar. El estilo, el tono y las palabras han cambiado, y con ellas, se anuncian cambios más profundos. Quién no recuerda el primer viaje del papa a Lampedusa, donde denunció la «globalización de la indiferencia» frente al drama de la inmigración. O su negativa a juzgar a los gays, sus buenos oficios reconocidos por ambos bandos en el restablecimiento de las relaciones entre EEUU y Cuba, el puñetazo que le espera a quien se meta con su mamá, la llamada personal a víctimas de curas pederastas... Son palabras y símbolos. Son también sustancia y fondo.

Francisco podría haberse encerrado en un despacho, sin el contacto directo con la gente y mediante el derecho canónico, por decreto, podría haber intentado cambiar las reglas y las leyes de la Iglesia. Pero eso no es lo que busca la gente en él.

La opción de Bergoglio es la opción por los pobres. Que se lo pregunten a los vendedores de los alrededores de la plaza de San Pedro. Ya no hacen tanta caja como con los ricos y organizados alemanes. Ahora los pobres ocupan la plaza pública y el discurso papal. No dejan tanto dinero pero sí unas enormes esperanzas depositadas en él para cambiar la Iglesia.