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Sergio Ramelli y Margherita Cagol, víctimas de la lucha política en la Italia «de plomo» (1975)

Hace 50 años en el país transalpino las agresiones entre bandos extremos tenían su punto culminante, provocando muertos convertidos en iconos: entre otros, un estudiante de instituto y la mujer del fundador de las Brigadas Rojas.

Ramelli y Cagol, resumen de la violencia cruzada de aquel mes de hace 50 años en Italia. (Desconocido | Dominio Público)

Eran tiempos duros, de plomo y bombas, de atentados y de matanzas. La década de los 70 en Italia –algún día se sabrá realmente lo que supuso aquella guerra civil– puede resumirse así: izquierda contra derecha, fascistas contra comunistas, y sangre por las calles.

1975 fue quizás el año más duro, más extremo, el culmen de una ola que continuaría, pero ya de modo menos espeluznante. Muertes sangrientas y a la vez simbólicas de jóvenes, una tras otra, donde resultaba imposible entender cómo había empezado todo.

Con dos casos, dos nombres, que todavía hoy provocan rabia y tristeza general, y fuertes debates desde los dos bandos del panorama político transalpino: el militante de derechas Sergio Ramelli y Margherita Cagol, mujer de Renato Curcio, fundador de las Brigadas Rojas.

El estudiante y la llave inglesa

«Milán parecía Belfast». Palabras como piedras, pronunciadas por el actualmente presidente del Senado italiano: el mussoliniano Ignazio La Russa. Fue el abogado de la familia de Sergio Ramelli, un chaval de 18 años, militante de la extrema derecha, al que mataron en la calle a golpes de llave inglesa.  

La capital lombarda, como de hecho el resto de Italia, en marzo de 1975 estaba en plena ebullición. El 28 de febrero en Roma, durante una manifestación, un estudiante griego de derechas, Mikis Mantakas, había fallecido tras recibir un balazo en la cabeza. El juicio sobre la «matanza de Estado» de Piazza Fontana había sido trasladado desde Milán a Catanzaro, al otro lado de la peninsula, y todo hacía pensar que las investigaciones estaban eludiendo a los principales culpables.

Para entonces, las víctimas de la violencia callejera iban amontonándose en ambos bandos. No había fin de semana sin disturbios, peleas y muertos en el peor de los casos. La derecha detestaba a la izquierda, la izquierda detestaba a la derecha, y en medio de este ring de boxeo unas instituciones que eran vistas como el enemigo.

En esa espiral de odio, Milán, por aquel entonces poderosísima ciudad obrera muy alejada de lo que es hoy, tenía barrios muy politizados y hasta militarizados. El centro, de extrema derecha; las periferias, de extrema izquierda. Y había problemas, riesgos gordos, si un rival se atrevía a entrar en las zonas de sus enemigos.

Periferias como Via Paladini, en el extremo este, donde el 13 de marzo de 1975 un grupito de militantes de extrema izquierda agredió a Sergio Ramelli, que caminaba hacia su moto aparcada en la calle, cerca del instituto técnico donde estudiaba, el Itis Molinari.

Los agresores, universitarios que estudiaban Medicina, sabían perfectamente que una llave inglesa Hazet 36 de casi 3 kilos que golpea un cráneo hace muchísimo daño. «Tuve un momento de indecisión, cuando me vio, o cuando yo ví sus ojos. Fue breve, ni un segundo, un momento en que se podía anular la operación, o darle solamente en la boca, rompiéndole los dientes. Pero no, decidimos seguir adelante», explicaría años después Marco Costa, uno de los militantes de Avanguardia Operaia, grupo extraparlamentario de extrema izquierda.

Ramelli había sido objeto de amenazas tras pegar en el instituto carteles de las juventudes del Movimento Sociale Italiano, postfascista

Ramelli no era un violento, pero en el Molinari había sido objeto de amenazas tras haber pegado en el instituto algunos carteles a favor del Fronte della Gioventú, la asociación juvenil del Movimento Sociale Italiano, partido post-fascista que estaba en torno al 8-10% de los votos por aquel entonces. En un ejercicio, una composición escrita, Sergio había cargado duramente contra las Brigadas Rojas, ganándose una «atención» añadida.

En febrero había ido con su padre a hablar con el director del instituto pidiendo expresamente poder marcharse a otra escuela, privada. Estaba esperando todavía los papeles cuando quedó sin conocimiento en el suelo de la Via Paladini, con la cabeza chorreando sangre. Casi dos meses después, el 27 de abril, moriría en el hospital.

En los funerales participaron los pesos pesados del MSI: el secretario Giorgio Almirante llevando el ataúd, mientras miles de simpatizantes esperaban fuera de la iglesia con el brazo alzado.

Anita Pozzoli, madre del estudiante. (Dominio Público)

La familia Ramelli eligió un abogado que se podía considerar militante de la extrema derecha: Ignazio La Russa, siciliano que ya se había mudado a Milán y era famoso porque calentaba el ambiente antes de los comicios.

Cada año, cuando llega el aniversario de la muerte de su excompañero de bando político, el actual presidente del Senado (anteriormente líder del partido de Silvio Berlusconi, Forza Italia, y ahora de Fratelli d'Italia) está en primera fila para recordar a las víctimas de la violencia de izquierdas. Ramelli tiene un mural en la Via Paladini, hoy reconocido punto de encuentro de la «movida milanesa», y varias administraciones de derechas han ido intentando (a veces lográndolo) dar su nombre a algún espacio público.

Hace pocas semanas el Estado italiano ha estrenado un sello del valor de 1,30 euros con la cara de Ramelli.

La «compañera Mara»

Margherita Cagol no tiene ni sellos ni murales. Murió en un tiroteo con los carabinieri durante una acción de las Brigadas Rojas. Tenía 30 años cuando falleció, el 5 de junio siempre de 1975, 39 días después de Sergio Ramelli.

Margherita Cagol no tiene sellos ni murales ni nombres de calle, al contrario que Ramelli

Era la «compañera Mara», nombre de batalla para ‘la pasionaria’ del grupo de extrema izquierda que ya se había hecho famoso a través de secuestros de empresarios, jueces y símbolos del poder en general.

Margherita Cagol era además la mujer de uno de los fundadores de las BR, Renato Curcio. Juntos se habían forjado en el ambiente culturalmente muy fértil de la Universidad de Trento, en su Facultad de Sociologia. Al acabar el curso, Margherita había saludado a la comisión examinadora con el puño cerrado, dedicándose totalmente a las actividades clandestinas de las Brigadas Rojas.

Era una mujer con una personalidad muy compleja, de misa el domingo y el resto de la semana ayudando a los miembros de las BR que se habían dedicado a la «lucha armada»: su marido Renato Curcio, Alberto Franceschini (que falleció el 11 de abril, según se ha sabido este fin de semana pasado), Mauro Moretti, Lauro Azzolini y todos los simpatizantes que, semana a semana, llenaban las filas de aquel grupo crítico con el Partido Comunista y deseoso de ser reconocido políticamente.

Cuando en setiembre de 1974 Curcio y Franceschini acabaron en la cárcel por el secuestro del juez Mario Sossi en Génova, a Margherita Cagol le tocó tomar las riendas de las Brigadas Rojas. Un grupo que nunca había tenido un verdadero jefe, pero que en aquel momento necesitaba un liderazgo muy fuerte.

Corría febrero de 1975 cuando ‘Mara’, junto a otros militantes, fue a la cárcel de Casale Monferrato, una aldea muy bucólica entre Turín y Milán. Y liberó a su marido y a Franceschini, reorganizando la lucha armada desde allí, un lugar famoso por la producción de vinos de alta calidad.

De hecho, para autofinanciarse, las BR decidieron secuestrar a uno de los emprendedores más conocidos del sector vinícola, del cava más concretamente: Vittorio Vallarino Gancia. Eso ocurrió el 4 de junio, mientras el empresario estaba conduciendo su coche por las colinas de la zona.

Sin embargo, los «brigadistas» no sabían que desde hace bastante tiempo las autoridades les estaban controlando de cerca, gracias a unos controles exhaustivo en torno a la cárcel de Casale Monferrato, cercana. Buscando a Curcio se toparon con el resto de la «columna» de los secuestradores, que habían tenido apoyo en un caserío de la zona.

El día siguiente al secuestro, una patrulla de carabinieri se cruzó enseguida con Margherita Cagol y Lauro Azzolini, que estaban empezando a organizar los detalles de la operación, con el objetivo de pedir un rescate de 1.000 millones de liras a la familia Gancia.

Tiroteo, bombas, un infierno en unos parajes normalmente silenciosos. El balance fue, de hecho, de empate en cuanto a muertos, con el fallecimiento de un carabiniere y la muerte al mismo tiempo de Mara Cagol. Su cuerpo sin vida sobre la hierba no fue cubierto con nada, quedó listo para ser grabado o fotografiado.

El cadáver de Margherita Cagol, sobre la hierba. (Dominio Público)

«La última imagen que tengo de Mara es ella con los brazos levantados, rindiéndose y pidiendo que no dispararan más», declararía Lauro Azzolini durante el juicio contra las Brigadas Rojas. De Margherita Cagol quedarán también las cartas escritas a la familia durante la clandestinidad: «Queridos padres, os escribo para deciros que no os tenéis que preocupar por mí […] Ahora es mi turno y el de mis compañeros para continuar la lucha contra esta sociedad burguesa y podrida. Por favor, no penséis que sea una inconsciente. Es gracias a vosotros que yo he crecido instruida, inteligente y sobre todo fuerte. Esa fuerza en este momento la siento toda en mí». 

La muerte sangrienta de Margherita Cagol provocaría la reacción aún más dura de las BR, a partir de 1976, cuando también sería encarcelado Renato Curcio. Una respuesta que llegaría a la Operación Fritz, el ataque al «corazón del Estado», con el secuestro y muerte del presidente de  la Democrazia Cristiana, Aldo Moro, entre marzo y mayo de 1978.

Todo esto en una Italia donde todavía se mataba por la calle por ideas políticas, fascistas contra comunistas, mientras el Poder real se mantenía a flote por encima de todo.