MAY. 07 2015 CRÍTICA «Mandarinas» Un estonio atrapado entre chechenos y georgianos Mikel INSAUSTI La historia dice que los estonios ya se establecieron en Abjasia en el siglo XI, pero tuvieron que regresar a su país de origen con la caída de la Unión Soviética, cuando en 1992 esatalló el conflicto bélico por la disputa del territorio. Moscú considera a Abjasia una república independiente, mientras que Georgia la reclama como una autonomía dentro de su estado. “Mandarinas” cuenta la anécdota de un humilde carpintero estonio que se niega a abandonar su hogar una vez comenzada la guerra, entre otras razones porque tiene que ayudar a su vecino agricultor con la cosecha de mandarinas, fabricando las cajas de madera para poder almacenarlas. La sencilla y laboriosa tarea será interrumpida de golpe con la llegada de hombres armados, los cuales protagonizarán una escaramuza entre los dos bandos enfrentados. A resultas de la cual el protagonista se verá obligado a acoger bajo su techo a dos enemigos heridos en el combate. Su cabaña se convierte en una zona neutral, gracias a un pacto por el que el mercenario proruso y el soldado georgiano prometen no agredirse dentro de la vivienda, hasta una vez curados. Pero la convalecencia servirá para acercar posturas, o limar diferencias si se prefiere, entre el checheno musulmán y el georgiano cristiano. La sinrazón del supuesto antagonismo queda de manifiesto en el momento en que ante un registro le piden al georgiano que no hable, y ya sin la identificación idiomática los prorusos le toman por uno de los suyos. Se ha comparado esta realización del cineasta de origen georgiano Zaza Urushadze con “En tierra de nadie” (2001) del bosnio Danis Tanovic, pero como parábola antibelicista guarda más puntos en común con el clásico de John Boorman “Infierno en el Pacífico” (1968), toda vez que trasladaba la contienda entre potencias armamentísticas a la lucha cuerpo a cuerpo entre dos hombres, forzados a mirarse directamente a los ojos.