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MOSTRA DE VENECIA

Verdades familiares


Se rompió la tradición. En los últimos años, la Mostra de Venecia regentada por Alberto Barbera nos había acostumbrado a películas de apertura mediáticas. Ahí quedó “Gravity”, de Alfonso Cuarón, o “La La Land”, de Damien Chazelle... incluso el tropiezo de Alexander Payne en “Una vida a lo grande”.

Propuestas, todas ellas, diseñadas en parte para empezar a marcar (y de hecho, en la mayoría de los casos, para concretar, también) esa obsesiva temporada de premios que termina, cómo no, con la gala de los Óscar. Lo normal, pues, es que Hollywood tomara posesión de la ciudad de los canales sin esperar a que se le concedieran segundas oportunidades. Hasta ahora.

Empezó la 76ª edición del Festival de Cine de Venecia con la proyección de un film a priori fuera de la órbita de la supuesta “Meca del cine”. Y efectivamente. Esto sí, la apuesta no estaba carente de interés, y es que por suerte, sigue habiendo vida fuera de EEUU. Se trataba de “La verdad”, primera película del maestro Hirokazu Koreeda rodada fuera de su japón natal... y primer proyecto estrenado después de la –merecida– campanada de “Un asunto de familia”, luminosa Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2018.

Había curiosidad (y algo de miedo, debe confesarse) en ver cómo se comportaría, en el extranjero, un cine tan arraigado a su tierra; a los mecanismos y estructuras sobre los que se levanta su sociedad. Pues bien, la verdad, sin ningún rodeo, es que mucho mejor de lo que apuntaban los malos augurios. Se confirmó, pues, el carácter infalible de un cineasta al que siguen sin conocérsele pasos en falso. O mejor dicho, cuyo corpus fílmico está compuesto, básicamente, con productos que, sin hacer demasiadas ostentaciones, se acercan mucho a la excelencia.

Para –enésima– muestra, “La verdad”, sofisticado aparato meta-fílmico en el que Catherine Deneuve, Juliette Binoche y Ethan Hawke conjugan los habituales aferes familiares del universo Koreeda, con el rodaje de otra película que, en realidad, es una –estimulante– excusa para reflexionar sobre la representación, es decir, sobre los rodeos que damos ante esa “verdad”. Un conjunto marcado por las constantes vitales de su autor, siempre fiel a sus certezas, pero con las puertas abiertas a la influencia de directores del calibre de Olivier Assayas, Nobuhiro Suwa o, por qué no, Alfred Hitchcock. Referentes de altura para un producto final que, con total humildad y honestidad (puro Koreeda), es capaz de mirar a la cara de todos ellos... y desencriptar, de paso, su ya-no-tan inescrutable verdad. En serio, ¿quién necesita a Hollywood?

Al lado de tan prometedor disparo de salida, la inauguración de la sección secundaria Orizzonti quedó en evidencia. El demérito correspondió a la realizadora alemana Katrin Gebbe. Su “Pelican Blood” nos acercó también a los misterios insondables de la familia (esa institución mental). Lo hizo degenerando las tensiones de la adopción en un ejercicio de terror al borde del exorcismo. Con esto, y con ese gusto malsano por la desgracia ajena que tanto marca el cine germano moderno. Pura y desagradable oscuridad, al lado de la luz de Koreeda.