SEP. 01 2019 MOSTRA DE VENECIA La locura como medicina Victor ESQUIROL Día histórico en el Festival de Cine de Venecia, se mire como se mire. Salió el Sol, y para entonces, ya se habían formado, en los dos accesos a la Sala Darsena, sendas colas kilométricas de periodistas. Profesionales acreditados, en la mayoría de los casos, que se empujaban, que se colaban y que se insultaban los unos a los otros. Enloquecimos un poco, lo admito, pero a lo mejor porque no existía mejor opción. Al fin y al cabo, nos esperaba la proyección de la propuesta más mediática de todo el certamen, una película que, pertinentemente, nos invitaba a prescindir de las ataduras de la cordura. Llegó a la Mostra uno de los monstruos más emblemáticos del universo cómic. “Joker”, dirigida por Todd Phillips, pasará a los anales por convertirse en la primera propuesta englobable en la categoría de superhero movie, que logra competir en un festival cinematográfico de Clase A. La jugada por parte del equipo de programación, a priori, no se sabía si tenía que analizarse en clave de insensatez, de provocación o de genialidad. A lo mejor, tuvo un poco de cada opción. Sobre el papel, lo que proponía el director de comedias como “Resacón en las Vegas” o “Road Trip” era la blasfemia (siempre según los puristas) de explorar los orígenes de un personaje al que, en teoría, no puede atribuírsele génesis alguno, solo aceptar que existe. Pues bien, Todd Phillips, nada preocupado por herir sensibilidades, se asoció con Joaquin Phoenix, ese coloso, y sorprendió con una relectura en clave «scorsesiana» de uno los mayores mitos de la ciudad de Gotham. Entre “Taxi Driver” y “El rey de la comedia”: el villano se convirtió en el protagonista indiscutible, y los personajes históricamente encargados de dar vida al heroísmo, se convirtieron en los perversos instrumentos de un sistema diseñado para aplastar a los más débiles. Como con Christopher Nolan, el cine de género adquirió fuertes tintes sociales, convirtiendo el descenso a los infiernos de un pobre diablo, en el síntoma inequívoco de un mundo al borde del abismo más aterrador. Phoenix, como cabía esperar, se lució estremeciendo. Convirtiendo la sonrisa en un argumento para helarnos la sangre, y la carcajada en ese vómito que delata a quien ya no puede lidiar con los males (físicos y espirituales) que lo acucian. Phillips saltó al vacío: apostó fuerte por la demencia como –venenosa– medicina, y triunfó. Pero lo mejor estuvo en que la jornada siguió, con lo que nos quedó tiempo para seguir enloqueciendo. El siguiente en aparecer fue el cineasta chileno Pablo Larraín, quien para no desentonar, decidió jugar con fuego. “Ema” se nos presentó como un drama con la adopción como telón de fondo, pero al final fue mucho más que esto. No solo se confirmó como la película más atrevida de su de momento impresionante filmografía, sino que además se erigió en uno de esos retratos generacionales llamados a calar muy hondo. De su mano, la juventud que baila al ritmo «orgásmico» del reggaeton, nos hizo replantearnos algunas de las seguridades más inamovibles de nuestra existencia. Parecían locos, pero en realidad estaban liberados.