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¡Dichosa honradez de mierda!


Felipe González, al celebrar el centenario de la fundación de su partido en 1979, salió a la palestra pública enarbolando el lema del PSOE: “100 años de honradez y firmeza”. Y fue Tamames, entonces diputado del PCE, quien apostilló al sevillano con la coletilla «y 40 de vacaciones», sugiriendo que los socialistas nunca se enfrentaron al franquismo al nivel de combate con que lo hicieron los comunistas.

En cuanto a esa cacareada honradez sería cuestión de preguntarse ahora en cuántos lustros quedarían estos «cien años de honradez», tras el “caso Koldoábalos y cerdanetc”, y, sobre el concepto de firmeza, cuestión de saber cómo se aplicó gracias al terrorismo de Estado perpetrado por el GAL.

Hay palabras que es mejor no tocarlas, ni menearlas, pues rara será la vez que no te salpiquen a la cara dejándotela hecha un cromo. Ningún partido político, de los que actualmente hay en acción, debería presumir de no haber conculcado alguna vez esos conceptos abstractos y grandilocuentes con que sus dirigentes se llenan la boca.

No sé si habrán sido muchos o pocos quienes han llamado la atención sobre el hecho de que los responsables de haber pulverizado el récord de esa honradez del partido socialista sean personajes de chiste, de tebeo o de comedia bufa. Desde luego, se esperaba mayor cualificación cleptómana en estos chorizos.

Claro que, como cabía esperar, la responsabilidad de que esto haya sucedido no es plenamente suya, sino del «lobo de la manada de los corruptos», o sea Sánchez, convertido en capacillo de todas las hostias y de cuya «torpeza» pretenden sacar tajada política sus apoyos parlamentarios, lo que es todo un detalle de «apoyo moral».

Resulta imposible no tirar de la sinécdoque y atribuir al todo −en este caso, a Sánchez-, lo que, en realidad, es producto chapucero de tres cerebros, no diremos llenos de gelatina, pero sí de una falta de riego ético circulando por sus cisuras cerebrales sobresaliente.

Es desalentador que te la pegue un amigo, pero que sean tres de golpe quienes lo hagan, tiene que ser de ictus. Además, lo habitual es que, quien te engañe así, sea un tipo nada rudo y nada normal, si entendemos por este término lo habitual: «gente buena, de la que nadie pensaría ni sospecharía que fuese capaz de matar ni siquiera un mosquito tigre». Pero que unos tipos, no diré zafios, pero que no habrían pasado el escáner de un Lombroso de segunda, porque en seguida los hubiese calado nada más analizar su frente huidiza, su gran desarrollo de las arcadas supraciliares, su altura de cráneo, las orejas en asa y su excesiva pilosidad, tiene que lastimar, y mucho, la autoestima. La de veces que Sánchez no habrá clamado en la soledad de su gabinete: «¿Por qué no me di cuenta, Dios, de que estaba rodeado de facinerosos? ¿Es que nadie se dio cuenta? ¡Qué tropa!».

Alguien pensará que quien se deja timar por un tipo grandullón y zampabollos como el aizkolari Koldo solo puede ser ingenuo y tonto al unísono idiota. Cabe la teoría, sustentada por el PP, de que Sánchez estaba en el ajo y, por tanto, su perspicacia quedaría intacta pero agravaría responsabilidad política, lo que no se sabe qué es peor.

Y ya se sabe que, después de visto, todo el mundo es listo. No se trata, pues, de ventilar el grado de inteligencia de los jacarandosos corruptos ni, menos aún el coeficiente intelectual del presidente Sánchez. El error de este nada tiene que ver con su capacidad para comprender el principio de Arquímedes aplicado a los políticos, ni siquiera con su facultad para conocer el fondo corruptible de los seres humanos, incluido uno mismo. Nadie puede presumir, menos aún los partidos políticos, de que en sus respectivos nidos no se hayan fecundado idénticos huevos, de cuyo cascarón han surgido tipos tan listos como sinvergüenzas. No es cuestión de presumir por ello. Ya le pasó a Julio César.

La corrupción política no se reduce a cometer delitos contra la ética y el derecho. Son fechorías perpetradas por individuos o grupos que dan la medida de la corrupción política, cuando esta se convierte en medio para conseguir fines particulares. Confundir las motivaciones personales con el interés público están en el origen de este tipo de corrupción.

En cuanto a la actitud del PP, habría que preguntarle por qué se ríen tanto sus dirigentes y están tan felices con lo sucedido al PSOE. Lo lógico sería que se solidarizaran con los socialistas dándoles el pésame y acompañarles en el sentimiento de luto. Nadie mejor que el PP sabe cómo se pasa en estos momentos, por lo que una llamada de solidaridad al presidente − «sé fuerte, Sánchez» − hubiera sido la fetén. Pero ya se ve que el PP es partido carroñero que se alimenta, como los buitres, de los despojos y del mal ajeno. Nada extraño. Hace honor al símbolo del partido, una gaviota, que, como es sabido, se alimenta de carroña y de la mierda que recoge de la basura maloliente y, si hace falta, devora incautas palomas despistadas en la dársena del puerto.

La honradez de un partido político no se va a pique porque tres o cinco militantes se aprovechen de él para hacer el crucero de su vida. Ni la política debería sufrir descrédito alguno porque existan sujetos que llegaron a ella para medrar. Reparen en la Iglesia. ¿Alguien reniega de ella, la califica de una institución intrínsecamente criminal, cuando muchos de sus cualificados miembros perpetran delitos de todo tipo? Lo mismo sucede con el cristianismo. La mayoría de los crímenes que se perpetran los cometen creyentes cristianos. ¿Pierde por ello intensidad y fuerza el mensaje del evangelio? Para nada.

Si hay corrupción política no es por culpa de esta, sino del ser humano, potencialmente corruptible en un 99%. Y no olvidarse del sabio consejo de un pirómano, «no pongas tus manos en el fuego en defensa de la inocencia de nadie, ni de tu padre, ni de tu madre, ni de tu mujer o marido. Ni la de ti mismo. Acabarás sin manos». ¿Significa que todos somos sospechosos? Tú, ¿qué crees?