SEP. 18 2025 KOLABORAZIOA Txiki y Otaegi, un activo del presente Joxe Mari OLARRA AGIRIANO Militante de la izquierda abertzale Este mes se cumplen 50 años de los fusilamientos de Txiki y Otaegi (junto con los militantes del FRAP José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y Humberto Baena). Medio siglo; una ocasión para recordar lo que fue una época de convulsiones, de estados de excepción, redadas, represión en las calles, agonía de una dictadura que se personificaba en un viejo tirano, tiempo de carcundia, esperanza y frustraciones. Las ejecuciones de septiembre de 1975 marcaron un antes y un después. Tanto por el rechazo internacional que suscitaron contra el régimen franquista, como por las movilizaciones que señalaron un pico creciente en la oposición social al mismo, pero también porque aquellas muertes aparecieron como el testamento de Franco, que la palmó apenas dos meses más tarde. Un testamento que proclamaba el «morir matando», y que dibujaba una senda de lo que siguió a continuación el Régimen del 78 (la pretendida Transición). Las efemérides suelen ser ocasión para celebrar, conmemorar o simplemente revivir el significado de los hechos acaecidos. Son un elemento habitual de los lugares de memoria, y los fusilamientos del verano del 75, simbólicamente vinculados al final del dictador (que no de la dictadura), dan ocasión para una reflexión memorial en torno a aquellas circunstancias. Así pues, la de los fusilamientos de hace 50 años no es una efeméride cualquiera, y ha levantado ampollas, como lo demuestran las polémicas suscitadas ante los previsibles actos de recuerdo y homenaje, los gestos malhumorados del PNV con la retirada de las imágenes de los militantes vascos de Santa Bárbara en Zarautz, o las declaraciones de Alberto Alonso, precisamente el encargado del PSOE para cuidar el jardín del relato y la memoria en Euskal Herria, a través de su puesto de director del Instituto Gogora. Como suele ocurrir en estos debates, en el caso de Txiki y Otaegi se disputa por el significado de lo que fueron. Y ese significado llega hasta el presente, como lo hemos visto en ese berrinche de los gobernantes de Zarautz. El compromiso, la rebeldía, la militancia de Txiki y Otaegi les resulta incómoda, les desacredita y los desnuda; pone en evidencia lo dura que fue la lucha contra la dictadura (y por la independencia vasca; hoy no más que una autonomía descafeinada), y de paso les interpela porque muestra que ni Alonso, ni el PSOE, ni el PNV estaban en esa pelea. En contra de lo que se argumenta, no era una cuestión de lucha armada o pacífica, que si armas sí y armas no, violencia organizada o caótica. La violencia ya estaba allí, en la calle, y durante el franquismo te podían matar ante un pelotón de fusilamiento, en un control de carreteras, en una comisaría, en un callejón por lanzar octavillas, en una asamblea obrera... La violencia era omnipresente, estaba en el sistema, en el poder colonial y la dictadura, y esconder este hecho es encubrirla. Lo que diferenciaba a los militantes fusilados del partido de Alonso o los acomodados del PNV era que estos no piaban, no se arriesgaban y no levantaban la voz frente a aquella violencia estructural. Esto es lo que -hoy− devalúa sus retóricas de grandes defensores de la democracia y la convivencia, porque en aquellas circunstancias no hacían nada. Lo que representa la memoria de Txiki y Otaegi es la voluntad de lucha de una sociedad que se echó a la calle para enfrentarse a la dictadura española, la de aquella gente que fue militante, activa, comprometida, y estaba armada de una conciencia firme. Una conciencia ética, social, nacional. Fue una época de movilizaciones, sabotajes y activismo que desacreditó al franquismo en Euskal Herria, un tiempo de militancia muy extendida, y en ello no destacaron precisamente ni el PSOE de Alonso, ni el PNV. Txiki y Otaegi simbolizan la rebeldía en tiempos de dictadores execrables, la decisión, el valor de aquellos jóvenes que se dejaron la piel por liberar a este pueblo, y lo hicieron de un modo voluntario, crítico, consciente. Digan lo que digan los actuales detractores de aquellos militantes fusilados, su pecado fue organizarse para luchar por su pueblo. Se enfrentaban a una dictadura que había demostrado hasta la náusea su desprecio por la vida ajena. No hay comparación que se sostenga entre el activismo de la resistencia y la violencia de la dictadura española, su origen en la guerra, el golpe de Estado, sus matanzas y desapariciones en las retaguardias. La memoria sirve para iluminar el presente; para entender cosas del hoy que se tergiversan, que se justifican y enredan. Como el ejemplo de un relato (ahí se inscribe el director de Gogora, Alberto Alonso, o el actual PNV), que describe a Txiki y Otaegi como violentos, terroristas, y a Melitón Manzanas o Carrero Blanco como víctimas. En estos tiempos de individualismo y debilitamiento de las luchas colectivas, sociales y nacionales, Txiki y Otaegi siguen siendo una referencia del compromiso militante −hasta el último aliento− con una causa colectiva liberadora. Hace 50 años y también hoy, en el presente. Lo que representa la memoria de Txiki y Otaegi es la voluntad de lucha de una sociedad que se echó a la calle para enfrentarse a la dictadura española