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GAURKOA

El balcón de Karmele


No he visto la película “Karmele”. Conozco el libro de Kirmen y su génesis. Por lo que leo, el filme aborda solo una parte del libro y de la vida de Karmele y su compañero Txomin. De manera novelada, naturalmente. También yo me limitaré en esta rememoración de una persona, familia y entorno que conozco de cerca, a una parte de ella: aquella con la que me encontré cuando, en 1966 llegué a Caracas, después de una gira que empezó en París, se embarcó en Bremen, tocó en Brest y Las Palmas antes de enfilar al Cabo sur de África, para llegar a Hiroshima y Tokio, dejando a vista de radar un Vietnam en guerra y tomar un avión de la Panam rumbo a San Francisco y Panamá, con un par de escalas en Centroamérica: y, por fin, no sin sobresaltos y demoras, de Panamá, a Caracas. No viene a cuento el porqué de este insólito modo de llegar a América. En el aeropuerto Maiquetía de Caracas me esperaba Patxi, el hijo menor de Karmele, avanzado y aplicado estudiante de Medicina entonces. Él me condujo a casa de Kirru y Miren, hermano y cuñada de Karmele, en la calle Teresa de la Parra de Santa Mónica de Caracas, edificio Mirentxu, en el que también vivía Santiago Aznar, Papi, con su hija, su yerno Joseba Solabarrieta, primo este de Karmele, y sus nietos. Aquí pasé mis primeros meses venezolanos, de aquí salí a matricularme en la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica Andrés Bello, en compañía del padre Arriola, un prestigioso jesuita ondarrés, que andaba por allí dando Ejercicios Espirituales a los suyos, y había conocido... en el balcón de Karmele.

De este balcón quería hablar. Un cómodo balcón-terraza asomado a la primera avenida de los Palos Grandes, en el Este de la ciudad, cerca de la Plaza Altamira en la que el 29 de julio de 1967 un terremoto arrebató las vidas del delegado del Gobierno Vasco Lucio Aretxabaleta y su esposa Miren Txintxurreta: a Karmele, enfermera, además de amiga, le correspondió reconocer sus cuerpos sin vida, en medio del amasijo de escombros. El domicilio de Karmele, su hermana Anita y sus hijos, estaba enclavado en una urbanización que acogía a unas asentadas familias vascas de las llegadas después de la guerra llamada civil. Constaba de un portal que daba a la calle, y una entrada directa a la cocina que comunicaba por el patio. En este balcón conocí al jesuita Arriola, hermano de un breve marido de Anita, y él me acompañó a la Secretaría de la Universidad para suplir con su testimonio los papeles que me faltaban. En este balcón conocí a un Andima Ibiñagabeitia sesentón, que dejaba atrás una vida de clandestinidades y compromisos, el más profundo y arraigado, el del euskara.

Aquel balcón rezumaba vivencias, sabiduría, y fraternidad, por encima de diferencias ideológicas. En derredor de aquella mesa de aquel balcón de segundo piso, a la sombra de los árboles que protegían la calle del calor del mediodía en el que nos reunimos en varias ocasiones, estaba también, o sobre todo, Kirru, un hombre apasionado, de generosidad desbordante, y Txomin, uno de los hijos de Karmele. Patxi, seguramente, estaría estudiando, porque hay que ver lo que estudiaba. La hija, Ikerne, volaba sola y vivía ya en Euskadi con su creciente familia. Creo que éramos el padre Arriola y yo los que más apreciábamos aquellos güisquicitos previos a la comida que preparaba Anita: él, tal vez, por cura, y yo, por venir de una gira de meses en un barco en el que todas las partidas de mus tenían una botella como apuesta. Ni Andima, ni Kirru, ni Txomin, excelente deportista, eran buenos bebedores. Y las señoras, tampoco. ¿De qué se hablaba allí? De Euskadi, siempre de Euskadi, sin nostalgia, mirando al futuro, mirando muy especialmente a la importancia del euskara y al abandono en el que los dirigentes abertzales locales lo tenían.

Eran años clave en los que asomaban los nuevos tiempos, las nuevas formas y rostros del abertzalismo. Creo poder decir que Karmele había iniciado ya su adaptación a estos nuevos tiempos y a las nuevas fidelidades, de la mano de su hermano Jon, y de un Andima que priorizaba la normalización del euskara a cualquier otro criterio. Era un tiempo aquel en el que euskeldunes sólidos como los Urresti tenían reparos a la hora de volcarlo en sus cartas y notas: la alfabetización de adultos estaba en pañales y Andima animaba a perder miedos y complejos y darse a la tarea. Andima, católico practicante, como los Urresti adultos, decía estar dispuesto a aceptar incluso al demonio, si le hablaba en euskara. Eso explica su relación estrecha con Mirande y Txillardegi, entre otros, y su apertura hacia los protagonistas del nuevo tiempo. Sabíamos que Andima y el marido de Karmele habían coincidido en labores patrióticas de Resistencia, pero nunca nos contó, por ejemplo, que había llegado a América con el nuevo nombre y los documentos que le había facilitado la embajada de Guatemala en París. Eso lo averigüé después.

He leído en “Gaur8” el completo repaso a la vida de Karmele tras su regreso a casa con casi sesenta años. Solo le añadiré mi recuerdo de una mujer imponente, endurecida por la vida, siempre dispuesta a ayudar a los demás, recta, abertzale, euskaltzale, a la que solo le oí hablar de su esposo cuando la prensa local vino a interesarse por aquel joven venezolano, su hijo, que la policía franquista había detenido y para que las autoridades venezolanas presionaran en su favor. Si su hija Ikerne viviera, nos explicaría cuándo y cómo recuperaron en Madrid los restos de Txomin Letamendi y por qué en el homenaje que se le hizo entonces en la Huella del Gudari de Artxanda, no hace tanto, solo estuvimos los que estuvimos: familia directa, unos pocos amigos íntimos, de Caracas y de Ondarroa, y un trompetista.