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[Crítica: "L'homme fidèle"] Marionetas del amor

Victor Esquirol

Si de tópicos va el asunto, uno de los más sobados de la historia de la humanidad tiene que ser el del gusto del pueblo francés por las infidelidades. A la construcción de dicha creencia ha ayudado, como en el resto de mitos más o menos modernos, la maquinaria del cine, factoría inagotable de estrellas en las que a nosotros, pobres mortales, nos gusta vernos reflejados... por aquello de que soñar (al menos esto) es gratis. Pongamos que en una de estas películas sobre affairs amorosos, se juntan Louis Garrel (hijo del maestro Philippe y de Brigitte Sy), Lily-Rose Melody Depp (hija Vanessa Pradis y Johnny Depp) y Laetitia Casta. Entonces el bosque genealógico resultante se traduce en una constelación de astros destinados a colisionar los unos con los otros. Para entendernos, son todos tan bellos, tan adorables... tan perfectos, que no pueden sino entrelazar, sin parar, sus respectivas ramas. Hasta crear un nudo que ni la mente más brillante sería capaz de deshacer.

Es el destino. Si se prefiere, el cine francés, perpetrando su visión del mundo por los siglos de los siglos. Lo sabía Philippe y, por lo visto, lo sabe Louis. La sabiduría, ya se ve, se transmite de generación en generación. O si se prefiere, hay fuerzas contra las que no se puede luchar. Hay ciclos que no se pueden romper. Dicho de otra manera: no se puede dar carpetazo a una relación amorosa sin meterse antes, y de lleno, en otra. Lo dicen los Garrel y, si me preguntas, lo pienso yo también. Así empieza, más o menos, “L'homme fidèle” (es decir, “El hombre fiel”), película diseñada, desde su ficha artística, para despertar la sonrisa (excitada donde las haya) del cinéfilo más fiel. Y si a alguien le cuesta arrancar, ahí está Louis para echar una mano.

La historia comienza a velocidad de crucero: un chico (Garrel) llega a casa después de un día duro de trabajo, y su novia (Laetitia Casta) le dice que está embarazada. No de él sino de su amante. Dice, además, que tiene previsto casarse con este en poco más de diez días. Al otro lado de la calle, aguarda impaciente Lily-Rose Melody Depp. La chiquilla huele a la legua el drama amoroso de la pareja, y está dispuesta a recoger (o a recolectar) todos los pedazos de corazón que se desparramen en su zona de influencia. De las migajas, me han dicho, también se vive.

Para su nueva película detrás de las cámaras, Louis Garrel dibuja un triángulo amoroso (lo que ya huele a constante en su cine) en el que el hombre se ve obligado a renunciar a su posición histórica de dominio. En “L'homme fidèle”, él es el objeto (de deseo). El pobre, va de un vértice al otro zarandeado, sin piedad ni remordimiento alguno, por la caprichosa voluntad de sus compañeras de cama. Por esto y, claro está, por ese miedo tan universal a la soledad. Tan tópico como cierto: a lo mejor nos enamoramos por el pánico a que nadie se enamore de nosotros.

Y como sucede siempre con el -buen- cine, lo cómico surge (o más bien brota) del hecho de poner distancia con respecto al drama. Garrel (hijo) lo pasa fatal con problemas sentimentales agudizados, para más inri, con giros argumentales imposibles (o no tanto) concerniendo la paternidad del hijo de su -primera- novia. El lío es colosal; el morbo, también. Todo mal; todo apuntando a la risa malévola. Recuerda: “Es gracioso si no me pasa a mí”... y más aún si le pasa al bueno de Louis. Sus ojos enrojecidos (resaltados en inmisericorde primer plano), sus sollozos, sus andares patéticos mientras camina cargado con mil maletas, sus aparatosos tropiezos en las escaleras (en aún más cruel fuera de campo)... son desde ya nuevos clásicos de la comedia. La estrella se desnuda y se muestra, admitámoslo, tal y como somos nosotros.

Ahí está la gracia. En una identificación producida por la torpeza de los dioses al bajar de su Monte Olimpo particular. El efecto es explotado mediante una conjunción de factores tan discreta como irreprochable. En la escritura, en la orquestación de intérpretes, en el tratamiento de la imagen... "El hombre fiel", esa entrañable marioneta a punto de volverse a romper, acierta en su visión del amor como ese enredo ad eternum; como esa diversión (para el espectador seguro) que a la larga acaba dejando un poso melancólico deliciosamente agridulce.