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El placebo gubernamental y la búsqueda dubitativa del contagio

De la moratoria a la renuncia a la subida de tasas. Philippe dio ayer otro paso en el afán de aplacar la fiebre amarilla. Con el aval de un voto parlamentario, deberá avanzar más para quebrar la percepción de insuficiencia. De momento la cuenta atrás hacia otro sábado caliente no se ha detenido.


Un dispositivo inusual para abordar un debate formal sobre una crisis que desborda los marcos de análisis establecidos, y que no tiene un horizonte de salida.

El primer ministro, Edouard Philippe, ejerció ayer de gladiador en una escenificación parlamentaria extraordinaria y, por momentos, acalorada, que sirvió al Gobierno para hacer llamadas a la calma y remachar su moratoria de las tasas energéticas, y a la oposición, para cuestionar el alcance del método. Philippe abrió la puerta a anular totalmente la subida de tasas, aunque condicionó ese paso al debate territorial sobre fiscalidad que se lanzará en enero.

La mayoría macronista se expresó con solidez –358 votos de apoyo al plan Philippe– y, desde la oposición –194 votos–, se explicitaron enmiendas a la totalidad al macronismo y apoyos a las razones de la insurrección popular que, en muchos casos, no aguantan el más elemental ejercicio de hemeroteca.

El ejercicio tendrá hoy su continuidad en el Senado, ya sin voto, pero no hay visos de que, por más que cuente con un aval legislativo que compacta a la mayoría macronista, el plan arbitrado por Edouard Philippe vaya a sacar a los «chalecos amarillos» del carril movilizador.

Las medidas anunciadas, que tendrán efecto en el precio del carburante pero también en la factura de la luz y gas, no son baladí para los hogares más modestos. Los «chalecos», sin embargo, han descubierto su poder y no se conforman con las migas, quieren «la barra de pan».

El primer sondeo tras el anuncio gubernamental llevó a un 60% de la población encuestada a estimar que los «chalecos amarillos» tienen razones para dejar la movilización. Sólo un sondeo, cierto, pero también la primera encuesta en tres semanas que revela que la simpatía popular hacia la revuelta, aunque sigue siendo muy importante (70%), no es incondicional y, sobretodo, puede ser influenciable. Primer punto en el haber de un Gobierno que, tras una borrachera de arrogancia, ha optado por actuar, dirigiendo su oferta a la ciudadanía que se identifica con las vivencias de quienes bloquean las carreteras. Matignon ha patentado un placebo, pero está aún lejos de calmar el malestar.

La estrategia de restar fuerza a la movilización requiere tiempo, pero el poder se ha dotado de un instrumento a priori más eficaz que la cerrazón pura y dura exhibida hasta el presente. Su prioridad a corto –el plazo que rige hoy– es capsulizar al movimiento y evitar contagios.

Si el último fin de semana en París dejó casi medio millar de detenciones, la represión ha aumentado tras la incorporación de los estudiantes a la denuncia.

Una decena de detenciones siguieron a las protestas estudiantiles en Pau, el martes, mientras que en Baiona se anuncia desde hoy una extensión progresiva de la protesta.

¿Es el aperitivo de la ansiada convergencia de luchas? De la programación paralela se ha pasado, ciertamente, a los guiños. Cortejos de la CGT, de los ferroviarios, confluirán con los «chalecos», el sábado, en París. Algunos militantes curtidos en las batallas urbanas susurran que «ese sindicato ejerció de liquidador» de la protesta en el 68. La memoria tiene aristas.

La marcha por el clima, que aboga por una transición social y ecológica, podría servir de test para determinar las opciones no para un contagio efímero, sino para incubar alianzas en favor de transformaciones profundas.