Cruzando Donostia a través de un «puesto informativo policial»
Mediodía del domingo, apenas unas horas después de que haya entrado en vigor el confinamiento decretado por el Gobierno español. Muy poca gente, o bastante gente –según como se mire–, en las calles del barrio y también en la zona de la bahía. Y solo un punto de control en un recorrido de casi dos horas y unos cinco kilómetros.
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Este recorrido comienza hacia las once de la mañana en un barrio de Donostia, cerca de Amara. Salgo del portal y, antes que nada, voy a comprar el bocata con el que espero cenar esta noche en redacción. Opto por una de esas cadenas cuyos locales son tanto panadería como degustación. Soy el único cliente; me atiende una de las tres trabajadoras que hay al otro lado de la barra; usa guantes azules; han colocado una barrera de sillas para impedir el acceso a la zona de cafetería.
Sigo caminando y paso junto a otro establecimiento similar; aquí están haciendo cola, algunas personas dejan, no uno, sino entre dos y tres metros de distancia; en esta zona las aceras son realmente muy espaciosas; una dependienta atiende con mascarilla.
Todos los bares cerrados; algunos con carteles que, además de informar del decretazo, ofrecen mensajes cargados de optimismo: «Nos vemos pronto», «Cuidarse y ánimo». El mismo tono usa otra trabajadora de una panadería con solera que atiende a una clienta de avanzada edad: «Lo pasaremos, seguro».
Cruzo Amara hacia la plaza Easo. Como sí es habitual en esta ciudad, los domingos es difícil caminar por estas calles sin encontrar a cada paso una tienda de alimentación, mayormente fruterías, abierta a cualquier hora del día. Eso sí, hoy las colas son especiales y hay muy poca gente ‘paseando’.
Sí están en sus lugares habituales algunas de las personas sin techo que pernoctan cerca de los locales de Cáritas durante todo el año.
Entro en la estación de EuskoTren para preguntar por los nuevos horarios, que serán más limitados a partir de este lunes. Me lo confirma, amablemente, el empleado que está al otro lado de la ventanilla; habla a través del micrófono. Me comenta cómo suelen funcionar los servicios mínimos en una jornada de huelga –una comparación clara y acertada–, pero advierte de que todavía no ha llegado ninguna notificación oficial y que lo mejor es seguir las informaciones que se van colgando en la página web de la compañía.
En la playa
Me dirijo hacia La Concha. Por la zona comercial del centro hay menos movimiento de gente. En la playa, apenas medio centenar de paseantes y cuatro valientes que se meten en el agua; esta vez no se trata de los veteranos bañistas donostiarras, sino de un grupo de jóvenes.
Escribo unas notas en el móvil que ahora voy pasando al texto. En la plaza Cervantes –la continuación de Alderdi Eder–, la mayoría de los bancos –una docena– están ocupados por parejas de todas las edades.
Voy hacia el puerto y llego a la altura de dos personas de muy avanzada edad ‘paseando’ a sus perros. La mujer le comenta al conocido con el que se cruza: «Me han dicho que se puede ‘sacar al perro’ pero no ‘pasear con el perro’».
Mientras cavilo sobre el énfasis con el que ha dicho la frase me encuentro con un control policial: varios agentes de la Ertzaintza, a pie y sin ningún elemento disuasorio especial, situados entre el ayuntamiento y el Naútico, interpelan a quienes pasamos por allí.
Más o menos me dice: «A dónde va. ¿No sabe que no puede andar por la calle?». Le digo que si eso no es a partir del lunes –me equivoco–; insiste en que no se puede pasear, que es un comportamiento irresponsable. Me sale mi ‘pronto’ irónico y, viendo que otros agentes también están parando a otros viandantes, le salto: «Aquí ya estamos formando un grupo muy numeroso».
No le gusta el comentario y la conversación pasa del tono informativo al policial. Le digo que trabajo en el periódico, que he salido para hacer una crónica, como el sábado, que lo de quedarse en casa tiene excepciones, que le puedo mostrar el carné de prensa... «Le tengo que coger los datos». Y lo hace.
Seguimos la conversación, sin mucha tensión. Le insisto en que mucha gente no se queda en casa por trabajo: las brigadas de limpieza o los mismos agentes policiales. Me espeta que él no está allí por gusto. Y se le nota –en esta ocasión solo lo pienso para mis adentros–. A uno le cuesta tener la boca cerrada, y a otros les sale mejor intimidar que informar.
Le comento que me extraña que, en más de tres kilómetros por las principales arterias de la ciudad, sea el único control que he visto. Él replica que quizás lo extraño es que no se hayan puesto controles en otros puntos.
Entre tanto, un ciclista pasa por allí. El agente tiene tiempo de dirigirse a él y comentarle lo de que no se puede andar por la ciudad. Le responde que va a casa, pero ha titubeado. «¿Dónde vive?». «En el muelle». Le deja pasar pero está claro que no le ha convencido; a mí tampoco. Va ataviado con coulotte, maillot y casco; y no lleva una barra de pan debajo del brazo.
Ningún control en las estaciones
Prosigo la caminata. Por el Boulevard, poca gente, autóctonos y turistas, pero se ve claro que pasean o están disfrutando de esta espléndida mañana primaveral sentados en un banco.
Suenan las doce del mediodía. Sí, en Donostia, todos los días a las 12.00 se oye una potente sirena desde 1930, que después de la guerra del 36 se instaló en la Relojería Internacional. Se trata de una alarma bélica. No es una metáfora, sino una impresionante casualidad.
Paso por delante del María Cristina. No hay ninguna nota en la entrada del hotel que da hacia el Urumea. Tampoco se ve a nadie entrando o saliendo.
Me alargo hasta la estación de buses: ni el menor atisbo de presencia policial y pocos viajeros. Subo a la estación de Renfe: más de lo mismo. En la de Amara solo había un guarda de seguridad, fumando mientras hablaba por teléfono.
Cruzo al otro lado de la estación ferroviara por el paso elevado y escucho por los altavoces: «Atención, por su seguridad... mantengánse en el andén alejados de las vías».
Entro en Cristina Enea y subo hasta el monolito en recuerdo a Galdys del Estal. Muy poca gente, paseando o tumbada en la hierba. Regreso al barrio, que presenta una imagen similar a cuando salí. Colas en las panaderías y en el kiosko de prensa. Ningún control a la vista. ¡Hasta la vista!