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Penúltima ronda para un poeta insaciable

[Crítica: 'Crock of Gold: A Few Rounds With Shane MacGowan']

Víctor Esquirol

En el rincón más recóndito, oscuro, sucio y maloliente de un pub de mala muerte, emerge reptando, del infecto suelo, una figura ciertamente lastimera. Cuando se acerca a la precaria luz de neón que cuelga del techo, vemos a un hombre de facciones casi imposibles… más parecidas, se diría, a los seres de plastilina de la factoría Aardman. Su cuerpo está permanente inclinado hacia un lado, como si hubiera dedicado demasiado tiempo de su vida a reclinarse en la barra de los bares, y el fino hilo de voz con el que nos habla se corta constantemente por una risa a medio camino entre el ronroneo felino y el gruñido canino.

Ante nosotros, un animal; un monstruo: Shane MacGowan, legendario compositor y poeta punk, icono nacional irlandés, líder de The Pogues… y otros muchos títulos que no hacen más que engrandecer el mito de este hijo de emigrantes destinado, casi por mandato divino, a encontrar todo el oro del mundo en el fondo de la enésima jarra de cerveza. Sobre el papel, poca gente más preparada que el reputado documentalista musical Julien Temple para al menos intentar entender al -indomable- objeto de estudio.

Al salir de la proyección, la sensación en caliente no dista mucho de la de haber recibido una paliza; de haber sometido a los ojos y a las orejas a una carga de estímulos muy por encima de sus mortales posibilidades. Y pensándolo en frío, a lo mejor tenía que ser así. A lo mejor el objetivo era terminar la experiencia arrastrando el mismo estado deplorable con el que el propio MacGowan está llegando al final de su recorrido vital. Y en efecto, parecía que algunos espectadores ya no sabían si reír, gruñir o ronronear.

Como ya sucediera en ‘Glastonbury’, bestial cinta dedicada al famoso mega-festival de música (y seguramente el título más memorable de la prolífica filmografía de Julien Temple), el director ofrece una lección maestra, no de comprensión, sino más bien de mímesis con la bestia que tiene delante de la cámara. En aquella mega-película, recordemos, el hombre se dedicó a surfear, durante más de dos horas, por una ola de frenesí colectivo que no pedía diálogo alguno, sino ser barrido por ella.

Pues más o menos lo mismo sucede aquí. En el rincón más recóndito, oscuro, sucio y maloliente de un pub de mala muerte, los restos de lo que antes era un hombre son asediados (prácticamente atormentados) por una legión de voces que, en realidad, son los ecos de lo que él mismo llegó a ser. Julien Temple remueve en el mismo recipiente toneladas de material de archivo, dramatizaciones feístas, clips de animación desquiciada (con el sello de calidad grotesca de Ralph Steadman) y encuentros más o menos casuales con personalidades como el político Gerry Adams o el actor (ahora productor) Johnny Depp, reminiscencias todos ellas de un mundo listo para tomarse la última ronda.

Todo esto fermenta y estalla (como debe ser) en una decadente, decrépita y aun así enérgica penúltima  juerga dedicada a una de las figuras en las que seguramente mejor han confluido el orgullo y la degeneración de «Isla Esmeralda», explosivos ingredientes (a medio camino entre el lirismo folclórico y el anti-glamour punk) con los que se ha ido asentando la identidad irlandesa moderna. La música, como no podía ser de otra manera, marca el camino, llegando incluso a modularlo a su gusto. Por supuesto, el guion y la lista de reproducción se funden en el mismo cuerpo, de una deformidad irresistiblemente atractiva.

Grítese una vez más: tenía que ser así. Como sucediera en la imprescindible ‘Let’s Get Lost’, de Bruce Webber (no-ficción dedicada a la preciosa y trágica figura del trompetista y cantante Chet Baker), el cine inmortalizaba a un pobre diablo que se había asentado en la más sublime de las condenas: solo ser capaz de expresarse a través de su arte. Sin la necesidad de mostrar la sensibilidad de aquel hito (pues esto seguramente hubiera sido injusto con el legado de Shane MacGowan), ‘Crock of Gold’ también disfruta dejándose llevar por el espíritu libre y (auto-)destructivo de su protagonista.

Julien Temple adjudica una imagen a cada palabra gruñida; a cada nota rasgada, invocando así un caos sensorial que, en realidad, está en perfecto e implacable control de su propio discurso. ¿Puede el veneno ser sustento vital? Sí ¿Puede un canto nihilista convertirse en la luz salvadora de una cultura? Desde luego. ¿Puede el penoso cuerpo de Shane MacGowan ser la resplandeciente bandera que represente a un pueblo entero? También. 62 años después, los médicos siguen sin explicarse cómo este fenómeno de la naturaleza sigue manteniéndose en pie (o inclinado)… la respuesta está en ‘Crock of Gold’.