El local que preservó la memoria de Grindavik
[Crítica]: ‘Lobster Soup’
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En mitad de la nada islandesa, el café regentado por los hermanos Krilli y Alli sirve de cobijo a un variado grupo humano que comparte su tiempo y diálogo mientras el tiempo se detuvo afuera, en la pequeña localidad de Grindavik.
La excusa de degustar su afamada sopa de langosta nos permite compartir mesa con un grupo de curtidos marineros empecinados en arreglar el mundo en cinco minutos y desarreglarlo en tan solo un minuto. Una excusa para que al día siguiente retomen su debate eterno.
Entre la clientela también topamos con el último boxeador de Islandia cuyos triunfos se vieron truncados cuando Islandia prohibió la práctica del boxeo.

El pequeño local también reserva un hueco al «raro» del pueblo, un hombre que no quiso seguir la estela del resto y, en vez de embarcarse en un pesquero, optó por dedicarse a la literatura y traducir el Quijote al islandés.
Una vez al mes, en el café Bryggjan se celebra una singular reunión en la que los vecinos del pueblo se reúnen para recordar a sus muertos mediante anécdotas e historias y a pesar de su espacio, dicho local también es capaz de acoger a un grupo de jazz.
Todo ello circula en este enclave cuyos días están contados, no solo por culpa de una amenaza telúrica, sino porque sus propietarios ya han decidido retirarse del negocio y venderlo.
Justo en este punto, este entrañable y cálido documental nos descubre su momento más álgido, cuando uno de los hermanos, por primera vez en su vida, sale del pueblo y se va de vacaciones a Benidorm.
Allí descubre –sus ojos revelan pavor– que una vez, este lugar hoy abarrotado de turistas y hoteles mastodónticos, fue un día un lugar tan pequeño y olvidado como lo fue Grindavik, el cual comienza a sufrir los primeros síntomas de la masificación turística.