Naturaleza proscrita o el control político de un espacio de libertad
Durante el primer confinamiento, del que hoy se cumple un año, el Estado francés se prestó a «un frenesí regulador», también para limitar el acceso a los espacios naturales. El criterio sanitario no fue siempre la guía de esas medidas, advierten las investigadoras Alice Nikolli y Camille Girault.
Tras la primera vuelta de las elecciones francesas, el 15 de marzo de 2020, Emmanuel Macron compareció ante las cámaras para anunciar un cierre, simbolizado por la clausura de la muga, que entró en vigor hoy hace un año. También en Ipar Euskal Herria nos quedamos en casa y las pocas actividades permitidas, incluido ese paseo diario de una hora a un kilómetro de distancia de casa pasó a ser, en el mejor de los casos, la única opción de atisbar un contacto breve, casi furtivo, con la naturaleza.
Al cumplirse ese primer aniversario desde distintos ámbitos se ahonda en la reflexión sobre lo actuado en los momentos más cruciales de la pandemia.
A esa reflexión coral han contribuido dos investigadoras, Anice Nikolli, geógrafa adscrita a la Universidad de Pau y autora entre otros trabajos de ‘La privatización y el acceso de la naturaleza’ (2020), y Camille Girault, también geógrafa y maestra de conferencias en la universidad de Saboya y que defendió en 2017 una tesis titulada ‘Construir la naturaleza nórdica a la luz de la ciudad’.
Nokolli y Girault se han centrado en analizar el «auténtico frenesí regulador» que se vivió durante la primera ola de la pandemia para proscribir el acceso a los espacios naturales. El estudio abarca el periodo que va del primer confinamiento (17 de marzo de 2020) a la primera fase de desconfinamiento (2 de junio de 2020).
Su artículo científico, cuya versión completa está accesible en el siguiente portal se basa en la recopilación de una amplia gama de documentación oficial, y muy en particular, nunca mejor dicho, de esa montaña de decretos emitidos por las 96 prefecturas de la Francia metropolitana.
«Las ordenanzas que hemos estudiado revelan que hubo un reforzamiento a escala local de las condiciones del confinamiento estatal que, de por sí, constituyó una medida inédita marcada por una restricción masiva de las libertades individuales», explican las dos investigadoras.
Su primera constatación es que no todos los estados actuaron del mismo modo a la hora de regular el acceso a los espacios naturales. Así los estados francés y español fueron junto a Italia los únicos estados cuyos gobernantes prohibieron directamente ir al monte.
Alemania, Gran Bretaña, Noruega, Eslovenia y Suiza exhibieron una actitud más tolerante, limitándose a desaconsejar esos desplazamientos mientras que Austria, Polonia o Suecia se inclinaron por mantener el libre acceso a las cumbres.
La posición no fue menos variable en lo que se refiere a la playa. Los estados español y francés, además de Portugal, se inclinaron por la prohibición de acceso a los arenales, mostrándose especialmente rigurosos a la hora de prohibir el surf cuando la práctica de ese deporte se mantuvo, aunque con protocolos específicos, en estados como Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Indonesia o Japón.
«La comparación con otros países hace ver que el confinamiento implementado en Francia se apoyó en una concepción particularmente restrictiva del acceso a la naturaleza», escriben Girault y Nikolai, lo que les lleva a plantear la necesidad de interrogarse sobre lo que representan esos espacios naturales para la sociedad y sobre la forma en que son percibidos por las autoridades.
Hiperactividad de las prefecturas
En su estudio, que propone una reflexión política, se destaca en sucesivas ocasiones esa hiperactividad de los prefectos. Hasta 1.600 órdenes emitieron en un periodo excepcional en el que el 80% de los departamentos metropolitanos regularon los accesos no ya a playas, ríos o lagos sino también a cualquier paraje local, incluso aunque fuera poco frecuentado.
Ese «frenesí reglamentario» se liga en el estudio no tanto a criterios epidemiológicos como a lo que las autoras definen como «presión recreativa», que no es sino una galería de argumentos empleados por las autoridades para asentar la idea de que «era imperativo limitar la frecuencia de personas siempre que esta se estime que su presencia es difícil de gestionar por los poderes públicos».
Avec plein de cartes dedans 邏 pic.twitter.com/J9J9fCMdqM
— Alice Nikolli (@AliceNikolli) March 10, 2021
Así, tal como puede verse en uno de los mapas que acompaña al artículo, publicado en sus redes sociales por Alice Nikolli un 44% de los decretos de prefectura hacían alusión a esa «presión recreativa», un 29% aludían a cuestiones como la meteorología favorable o los periodos de vacaciones para proponer de manera preventiva restricciones cara a aliviar esa «presión recreativa», mientras que solo el 17% se justificaba por la virulencia local de la epidemia.
Ipar Euskal Herria: «Presión recreativa» y residencias secundarias
En cuarto lugar, con un 13%, se hacía alusión a la afluencia de ciudadanos residentes en otros departamentos y llegados a pasar el confinamiento en determinados territorios.
Ese último argumento destaca en buena parte de la llamada «fachada atlántica» y es el caso del departamento que incluye a Ipar Euskal Herria, donde la prefectura se prodigó en alusiones a la presión recreativa «apoyada en elementos empíricos» como la atractividad del territorio.
Las comparaciones entre departamentos, algunos próximos o al menos con situaciones similares, lleva a las autoras a describir un panorama heterogéneo, marcado por no pocas incoherencias, y que con el paso del tiempo ha debilitado la adscripción social a las restricciones.
«Las decisiones de restricción de acceso a los espacios naturales son recibidas por la sociedad como decisiones impuestas desde París», explica al artículo en el que también se alude a la incomprensión que generó en la ciudadanía el despliegue de controles, más o menos espectaculares, con dones o helicópteros, para hacer respetar las limitaciones de acceso a espacios naturales.
Mundo exterior como factor de riesgo sanitario
Las autoras constatan que el denominador común de las normas promulgadas fue «la consideración del conjunto de los espacios verdes y naturales como un factor de riesgo sanitario» lo que «invita a pensar que han sido considerados de esa manera, entre otras razones, porque esos espacios son símbolos de libertad», una representación que no encajaba bien con el momento, «ya que los gobernantes y prefectos consideraron que la gestión de una crisis sanitaria implicaba necesariamente restringir la libertad».
En sus conclusiones finales de esa publicación que plantea algunas claves para «seguir reflexionando» Alice Nikolli y Camille Girault ponen en evidencia la amplitud de las restricciones, su falta de coherencia en función de los territorios, y hablan directamente de un frenesí reglamentario que, a su juicio, es revelador de la visión y relación que guardan esos poderes con respecto a los espacios naturales y a las actividades recreativas que se asocian a ellos, y que han sido vistas como no esenciales, e «incluso inmorales» en un periodo de crisis sanitaria.
Una aproximación a la cuestión que, lejos de favorecer la conciliación de esos usos del espacio natural con los imperativos sanitarios o socioeconómicos ligados a la crisis sanitaria, tiene un efecto llamada para asentar en distintos órdenes «lógicas de control y de restricción de libertades».
En resumen, las investigadoras remarcan que los diferentes poderes públicos, aunque actuando de forma bastante independiente entre ellos, han demostrado una tendencia clara a razonar y actuar siguiendo un sofisma: la gestión de la crisis sanitaria implica una restricción de libertades, luego está justificado establecer un control más estricto de los espacios naturales que son símbolo de ese ansia de libertad.