La salvación está en los detalles
Pocos días después de que Lucile Hadzihalilovic nos infectara (en el mejor de los sentidos) con ‘Earwig’, aparece Claudia Llosa como una entidad salvadora que pretende revertir dicho efecto, esto sí, partiendo de unos territorios ciertamente infecciosos. Su nuevo trabajo (que llega siete años después de su último largometraje, ‘No llores, vuela’, y más de una década después de su celebrado Oso de Oro en Berlín por ‘La teta asustada’) surge de la adaptación de una novela de Samantha Schweblin, y se vertebra a partir de un aparato narrativo que no teme a retorcerse en filigranas temporales.
La historia, para entendernos, está permanentemente comentada por dos voces en off; por dos entidades (que además juegan un papel crucial en dicha función) que están asistiendo a la misma película que nosotros, pero que la interpretan como una especie de viaje por los recuerdos de una de estas dos voces. Es como si presenciáramos una especie de terapia psicológica (o psicomágica), en la que un niño invita a una mujer a recordar, a poner orden en sus memorias, para así tratar de salvar a un tercer personaje, que lo mismo podría ser otra niña, como el escenario donde transcurre este drama.
Claudia Llosa, fiel a ese cine que parece brotar de la tierra, nos habla de los males que moran en esta misma… que a lo mejor son los que nosotros mismos hemos plantado. A nivel de género, la propuesta se puede definir como una tragedia familiar alimentada por el terror sobrenatural, pero también por aquel que encuentra sus raíces en inquietudes de calado más ecologista. Una madre se despista solo unos segundos, y en este breve (insignificante) lapso de tiempo, pierde de vista a su hijo, una criatura angelical. Cuando por fin lo encuentra, siente que algo ha cambiado en él, que algo anda mal en su interior.
Y efectivamente: a las pocas horas, el crío empieza a mostrar síntomas de una extraña enfermedad. Algo se ha apoderado de su cuerpo, y a lo mejor también de su alma. Sola ante el peligro, la madre cae presa de la desesperación y confía, en última instancia, en la sabiduría ancestral de una mujer que tiene algo de bruja. A partir de ahí, se cierran los clásicos pactos con el diablo: esos deseos angustiados que deben pagarse con un precio altísimo. El niño es salvado, pero a cambio es transformado; sufre una terrible mutación. Antes era una criatura celestial, y ahora parece surgido del mismísimo averno. ¿Pero porque su alma se ha podrido en el proceso, o porque nosotros mismos hemos decidido adjudicarle la condición de monstruo?
Claudia Llosa nos recuerda el peso inherente en cada relato. Importa quién lo articula, y por supuesto, los motivos que le llevan a incidir en unas cosas, y a ignorar otras. La voz en off del niño, suerte de guía espiritual del personaje central encarnado por María Valverde, le pide a esta que se centre en los detalles. La película se aplica la receta impregnando su lenguaje cinematográfico de esas tomas tan cortas, que agigantan imágenes que en realidad deberían ser minúsculas. El borde de piedra de una piscina, unos vasos llenos de limonada, unas semillas de trigo, una babosa que repta por el tronco de un árbol.
Son esos detalles tan magnificados, que acaban adquiriendo una dimensión mucho mayor de la que realmente tienen. Es la magia del plano detalle. Así funciona nuestra cabeza, a la hora de intentar entender el loco mundo que nos rodea. Claudia Llosa vuelve a incidir en las preocupaciones derivadas de la maternidad (su nueva película es esto: la relación de dos madres con sus respectivos hijos; las distancias, protectoras o destructivas que se establecen entre unas y otros), envolviéndolas en las energías corruptoras que emanan de un paisaje de apariencia idílica, pero en el que está enterrada la mismísima esencia del Mal.
Y de nuevo, cabe preguntarse si esta enfermedad estaba allí desde un inicio (pensemos en los cuentos clásicos de los hermanos Grimm, por ejemplo, en los que la oscuridad venía de serie en algunos escenarios que a la fuerza se tenían que evitar) o si la introdujimos nosotros mismos. O si se prefiere, ¿las desgracias que sufrimos se deben a un destino que no hemos escrito nosotros, o al peso de nuestras acciones? Claudia Llosa lo tiene claro: el cuerpo humano y los lugares en los que este se instala forman un todo.
Una especie de círculo que está por ver si es simbiótico, o si por el contrario, lleva a la destrucción de unos y otros. Como siempre, el resultado final depende de nosotros mismos. De la lucidez (o al contrario, de la turbiedad) en unas ideas y de unas imágenes que, a fin de cuentas, no dejan de ser síntoma de la manera que tenemos de relacionarnos con el entorno; con todo aquello que marca nuestra vida. ‘Distancia de rescate’ es, en este sentido, una sensorial y audaz agrupación de preocupaciones que, para mayor alivio, y a pesar de las heridas que va acumulando por el camino, resulta que desembocan en una visión armoniosa del mundo.