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Choque de trenes o negociación

Consciente de que pierde hegemonía, EEUU blande su superioridad militar y justifica su presión a China con la excusa de sus déficits en materia política y de derechos. Pero si no quiere llegar a un enfrentamiento total tendrá que negociar una entente. El problema es quién será «primus inter pares».

El presidente de EEUU, Joe Biden, durante una videoconferencia con su homólogo ruso, Xi Jinping. (Mandel NGAN | AFP)

El 21 de febrero de 2022 hará 50 años del encuentro, bajo los auspicios de Henry Kissinger, entre el líder chino, Mao Zedong, y el presidente de EEUU, Richard NIxon.

La cumbre al más alto nivel en Pekín fue preparada meses antes, en julio de 1971, en un viaje secreto desde Pakistán del asesor de Seguridad de la Casa Blanca –en el que fue recibido por el primer ministro chino, Zhou Enlai– y culminó una semana más tarde con el comunicado de Shanghai, que suponía la normalización de relaciones entre EEUU y China rotas desde la fundación de la República Popular (comunista) China en 1949, y que culminaría en 1979 con su reconocimiento oficial por parte de Washington.

El acuerdo respondía a la lógica de «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». La URSS era el gran rival a batir por EEUU en la Guerra Fría. Por su parte, la China de Mao, que denunció en la década de los 50 por «revisionista» el proceso de desestalinización asumido por el PCUS, se había ido distanciando de la URSS, llegando a denunciar la invasión de Checoslovaquia en 1968.

A los conflictos fronterizos entre China y la URSS –Siberia, con sus ingentes recursos, era, es y será un motivo de fricción geopolítica–, Mao sumaba su aspiración a liderar el movimiento comunista mundial.

Mucho ha llovido desde entonces y de los principales protagonistas de la «operación Marco Polo» Mao está muerto –ya entonces estaba enfermo– y Kissinger, que luego sería secretario de Estado, tiene 98 años, aunque, por lo menos hasta hace bien poco, seguía siendo un oráculo en EEUU sobre cuestiones internacionales.

El autor de «China», obra  imprescindible para ahondar en la perspectiva geoestratégica, propone una alianza del Pacífico entre EEUU y China similar a la trasatlántica. Nadie parece escucharle en la cima del poder en Washington.

Donald Trump desató en 2018 una guerra comercial contra China en paralelo a un bloqueo tecnológico de empresas 5-G como Huawei –llegó a amenazar a TikTok–, mientras abandonaba el acuerdo tácito con Pekín firmado hace medio siglo y que le obligaba a no mantener relaciones diplomáticas oficiales y formales con Taiwán.

La llegada a la Casa Blanca del demócrata Joe Biden este año no ha supuesto, más allá del tono, cambio alguno y EEUU ha decidido profundizar en una nueva Guerra Fría, esta vez contra China. El nuevo presidente de EEUU no ha dudado en seguir presionando a China al asegurar que defendería a Taiwán en caso de ataque y al enviar asesores militares a Taipei.

Pese a que Biden protagonizó en noviembre una cumbre telemática con su homólogo chino, Xi Jinping, para limar asperezas después de que se gestara la alianza militar anglosajona AUKUS (EEUU, Gran Bretaña y Australia); y aunque un acuerdo entre bambalinas permitió excarcelar a la alta directiva de Huawei, presa en Canadá acusada de competencia desleal y de trabajar a las órdenes del Ejército Popular chino, Washington acaba de dar una nueva vuelta de tuerca anunciando el boicot diplomático, no deportivo, a los Juegos Olímpicos de Pekín.

En medio de la  extrema polarización de la política estadounidense, republicanos y demócratas convergen totalmente sobre la estrategia a seguir con –contra– China.

Los primeros ponen el acento en el «peligro comunista» y en el riesgo de que EEUU pierda la primacía mundial. Los segundos insisten en los abusos de China en materia de derechos humanos y en su autoritarismo. Ambos bandos coinciden en denunciar las prácticas comerciales depredadoras y desleales que amenazan los empleos y salarios estadounidenses.
 
¿Qué ha ocurrido en estos años para semejante vuelta atrás?

En 15 años, y según algunos incluso antes, la economía china superará a la estadounidense, y algunos llegan a anticipar que en 2050 será la primera potencia mundial.

China ya es la primera potencia comercial del planeta y, con sus Nuevas Rutas de la Seda (BRI, por sus siglas en inglés) y su programa Made in China, no oculta su intención de convertirse en el primer actor económico mundial.
Por contra, en la década de los setenta, China era vista por EEUU como un país débil con una altísima demografía que la hacía interesante como mercado, laboral, y de consumo.

Este error de predicción de Washington  no fue el único.

EEUU estaba absolutamente convencido de que la apertura al mercado –bien que controlada– desembocaría automáticamente en una reforma democrática liberal en clave occidental y en la pérdida del poder por parte del PCCh, siguiendo el modelo de la desaparición del PCUS entre las ruinas de la URSS. Pero no ocurrió y no tiene visos, a medio plazo, de ocurrir.

Washington no dio importancia entonces al hecho de que Mao había librado a China del hambre. Luego, desde 1978, y bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, sacó de la pobreza a 800 millones de personas. A día de hoy, cuenta con la mayor clase media del mundo y la mayor cifra de multimillonarios

China accedió hace 20 años, en diciembre de 2001, a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Lo hizo con el aval de EEUU. Desde entonces, ha multiplicado por once su PIB

El debate sobre si China sigue siendo comunista o liberal es una entelequia. La revolución china fue un levantamiento en clave nacional. China utiliza y utilizará los distintos paradigmas económicos con esa única y principal finalidad.
Y el PCCh chino aspira a seguir liderándola, tras haber aprendido la, para los rusos, amarga lección del hundimiento de la URSS.

Esos errores tienen que ver con la soberbia de EEUU, principal potencia en el siglo XX en un mundo bipolar de equilibrio de bloques con la URSS; y única desde el desplome del imperio fallido soviético en 1990.

Ciertamente, ningún imperio en la historia de la humanidad ha concentrado tanto poder político, económico y militar; EEUU se creó hace poco más de 200 años. Pero eso es un suspiro comparado con los 4.000 años de China. Una historia plagada de crisis, que tuvo su colofón en la Guerra del Opio en el siglo XIX, y que han sido dolorosas pero a la vez fructíferas enseñanzas para los chinos.

Tras normalizar relaciones con Washington, China se plegó al statu quo que EEUU imponía de facto en el este de Asia, y por el que los países del área aceptaban su primacía política y la dependencia militar con el Pentágono. A cambio, lograban acceder al mercado estadounidense y, en su caso y de modo condicionado, a su capital y a su tecnología. Eso sí, debían invertir parte de sus excedentes de exportación. Pekín se reservó su independencia militar con la promesa de no desafiar la primacía estadounidense.

China hacía de la necesidad virtud, ya que era consciente de que no podía competir con EEUU en la región. Esa «paciencia estratégica», heredera de la sabiduría milenaria china, la tradición confuciana y la experiencia de los gobiernos de los mandarines, fue teorizada por Deng, quien transformó la «revolución permanente» de Mao, el gran timonel, en «modernización permanente».

El testamento político del pequeño timonel es esclarecedor: «Observemos atentamente, aseguremos nuestra posición, enfrentémonos a las cuestiones, disimulemos nuestra capacidad y aguardemos la oportunidad, intentemos pasar desapercibidos y no reivindiquemos nunca el liderazgo».

Las cosas han cambiado. A día de hoy, China tiene la fuerza para proponer alianzas geopolíticas y geoeconómicas alternativas a los que quieran «subirse al tren exprés chino», en palabras ­–proféticas– de Deng Xiaoping.

EEUU se equivoca al concebir el orden internacional como un bloque jerárquico, y no como lo que es, un conjunto de sucesivas capas, macropolíticas, mesopolíticas (regionales) e interestatales, que configuran una estructura de sutiles e inestables equilibrios. Y Washington se equivoca de nuevo al reivindicar  el excepcionalismo americano, el derecho de EEUU a liderar el orden mundial por haberse construido como nación «sobre la idea de la libertad».

EEUU contrapone su democracia y libertad de elección política, de expresión y de religión, a la autocracia china del partido único. Pero hay quien da un vuelco comparativo, entre una plutocracia de los ricos en EEUU frente a una meritocracia china en la que el partido prima la competencia y la eficacia a la hora de designar a los responsables políticos.

Una eficacia probada, tanto en el hecho de que en 40 años China ha logrado una mejora del bienestar de la población mayor que en sus 4.000 años de historia, como  en la gestión actual de la pandemia.

China  y su despotismo ilustrado de partido, ejerce atracción y fascinación en algunos sectores en Occidente, que pasan por alto las graves carencias de su sistema político, desde las violaciones de los derechos humanos a la represión de minorías étnicas y grupos opositores.

No faltan quienes, desde dentro del país, critican la deriva hacia un particularismo anti-occidental, y recuerdan que siempre que China se ha cerrado en sí misma, a la postre ha salido perdiendo.

Con todo, y pese a que el actual presidente chino, Xi, haya restaurado un poder central fuerte y aspire a eternizarse en el poder, la sociedad china es mucho más abierta, económica y políticamente, que hace 50 años, cuando Washington homologó a Pekín.

Lo que induce a pensar que, incluso si China se convirtiera en una democracia liberal, la presión de EEUU no menguaría.

Y es que asistimos, y asistiremos, a una pugna que se dirimirá de una de las dos siguientes maneras: o la implantación de un nuevo equilibrio de bloques, esta vez entre Washington y Pekín, o la suplantación de EEUU por China en la cima mundial. La segunda hipótesis advierte de que el paso de testigo se produce normalmente tras una guerra general.

EEUU va camino de convertirse en segunda potencia económica mundial mientras mantiene, con diferencia, el mayor presupuesto militar de la historia (casi el triple que el de China, aunque este aumente de año en año).

Paradójicamente, esa distancia puede ser un activo estratégico para China, que no olvida que la URSS se hundió, entre otros factores, por verse forzada a priorizar el gasto en armamento sobre el crecimiento económico y social interno.

Han pasado 33 años desde que China protagonizó su última guerra, en realidad un corto conflicto naval, con Vietnam.
Por contra, EEUU se ha embarcado en aventuras militares en Irak, Afganistán... tras las que ha perdido casi toda su credibilidad como aliado.

La primera potencia mundial no es consciente de la creciente brecha entre el rol que se auto-atribuye y su papel real. En algún momento se tendrá que «caer del guindo».

Immanuel Wallerstein auguraba, en un artículo publicado en ‘La Jornada´ allá por 2017, que EEUU y China acabarán a largo plazo siendo socios, porque les interesa a ambos y que el problema reside en quién será el «primus inter pares».

EEUU aspira a repetir la solución al problema que le surgió tras vencer a Alemania en 1945, la emergencia militar soviética, cuando ofreció a Moscú, en los Acuerdos de Yalta, «el estatus de socio menor en el sistema mundo». Por contra, China considera que la hegemonía estadounidense es historia y reivindica su primacía, ofreciendo a Washington una relación parecida a la de EEUU con Gran Bretaña en 1945, en el estertor de su imperio marítimo.

Wallerstein no pronostica el desenlace del duelo y apunta a que ambos contendientes tienen sus debilidades: China sobrestima su superioridad productiva y minimiza el riesgo de desgarros internos. EEUU, en su deriva, podría acabar aceptando ser el socio menor ante la disyuntiva de quedarse sin nada.

Esas debilidades les obligarán finalmente, augura, a negociar.