INFO
Aspecto general del estadio de Twickenham.
Ainara RUEDA

Peregrinando a la catedral del rugby tras la estela de los flamencos rosas


Ver rugby en el estadio de Twickenham es uno de esos objetivos que el aficionado a este deporte tiene marcados en su agenda de viajes imaginados, la mayor parte de los cuales nunca se convertirá en realidad. Pero a veces los planetas se alinean, y entonces hay que contarlo.

No hay pérdida, solo hay que seguir a los flamencos rosas. Son las 9.15 de la mañana en una estación londinense. No es King Cross y tampoco buscamos el andén 9 3/4. Hoy no es el día de Potter. Estamos en Waterloo y caminamos hacia el tren que partirá desde la vía 17 en dirección suroeste.

Es domingo y nuestro destino es La Catedral, con mayúsculas. Twickenham, el icónico estadio de rugby, acoge la segunda jornada de un torneo de las Series Mundiales de Seven. Un caramelo demasiado goloso como para dejarlo escapar en nuestra viaje familiar a la capital inglesa.

Entramos en un vagón y nos sentamos cerca de un trío de fijianos. Uno de ellos especialmente grande y con pinta de haber jugado cuando eran más jóvenes. Entre sus manos como palas la lata de cerveza australiana Foster no parece ser de medio litro. Sus compañeros tampoco se quedan atrás. Las 9.15 de la mañana.

Aficionados al rugby, entre ellos algunos disfrazados de flamencos rosas, en la estación del tren de Twickenham.

El ambiente es de jolgorio. Camisetas de diversos equipos, camisas hawaianas lo más floridas y horteras posibles, bañadores en tono fosforito a pesar de que no hace calor y disfraces tan llamativos como los flamencos rosas que nos han guiado hasta aquí.

La ruta está trazada

Vauxhall, Putney, Mortlake, Richmond… van cayendo las estaciones. De repente se abren las puertas y el tren se vacía. No hay duda, ahí vamos. Salimos de la estación y giramos a mano derecha. La Policía y los servicios de seguridad han vallado las aceras, para que los peatones no puedan caminar por la calzada. La marabunta camina por Whitton Road, pasando por delante de una sucesión de casas de ladrillo rojo con dos plantas de altura.

Es el momento de hacer una parada de avituallamiento en una tienda llamada, en un alarde de originalidad, ‘Twickenham Food & Wine’. A su lado un pub bautizado como ‘The Scrummery’.

Una pausa en el camino para repostar. (Ainara RUEDA)

Rodeamos una rotonda y ya vemos nuestro objetivo, su parte superior sobresale al fondo por encima de los tejados. Puestos de venta con banderas y bufandas. Una enorme estatua de metal en la que dos jugadores pugnan por un balón lanzado desde el lateral nos confirma que aquí se juega al deporte que inventó William Webb Ellis allá por 1823. Al menos eso es lo que dice la versión oficial, aunque hay otras.

Se viene a pecar

Las fotos de rigor y los ojos se dirigen a la tienda de la RFU, la Federación Inglesa. Camisetas en oferta por menos de 30 libras, el precio es irresistible hasta para un seguidor de ‘Les bleus’. A esta catedral se viene a pecar.  

Con la Visa ya calentita nos dirigimos a la entrada. Cacheo superficial y revisión de mochilas. Todo correcto salvo las dos latas de cerveza, que se tienen que quedar. Descartamos que sea un problema de seguridad, porque otro tipo de latas se pueden meter. ¿Rugby sin alcohol? Me da la risa.

Comida, bebida, merchandising… esto es una máquina de hacer dinero. (Ainara RUEDA)

Enseguida despejamos las dudas. En el interior venden cerveza, rubia y negra, por unas siete libras la pinta. Unos 8,4 euros al cambio. Así que todo apunta a que el motivo de la incautación es económico. Esto es una máquinas de hacer pasta, ya que también hay numerosos food trucks con salchichas, hamburguesas y otras clases de comida rápida. Los tres chavales que pasarán la jornada sentados a mi derecha se van a dejar fácil cerca de 40 libras por barba.   

Chapa y pintura

De cerca comprobamos que Twickenham, inaugurado en 1909 y que ya ha vivido numerosas ampliaciones y reformas, necesita ya otra manita de chapa y pintura en algunos puntos. Por ejemplo los baños. Pero no deja de ser un coliseo con capacidad para 82.000 almas. Escuchar el espiritual ‘Swing Low, Sweet Chariot’ con el campo lleno cuando juega el XV de la Rosa tiene que ser una experiencia cuasi mística.

Espectacular placaje en el partido entre Fiji y Nueva Zelanda. (Ainara RUEDA)

No somos tan afortunados. A la jornada final de las Seven Series acudimos una 20.000 personas, el anillo inferior. Pronto nos percatamos de que este evento es un espacio perfecto para comprobar que Londres es un deroche de multiculturalidad. Hay seguidores de prácticamente todos los equipos, residentes en la capital inglesa y sus alrededores. De hecho, las hinchadas más numerosas y bulliciosas son las de Fiji y Sudáfrica.

Al ritmo de ‘Sweet Caroline’

El Seven es una fiesta en la grada. Partidos divididos en dos partes de siete minutos, uno detrás de otro, y los escasos tiempos muertos amenizados por un DJ. «Sweet Caroline (pa, pa, pa), good times never seemed so good», canta Neil Diamond. «So good, so good, so good», corea el pueblo. Hay canciones para las que no pasa el tiempo. Si alguien busca a Wally, aquí tenemos a una cuadrilla de 20 personas vestidas con rayas horizontales rojas y blancas. Otros han optado por disfrazarse de conos de tráfico. Todos mezclados y con muy buen rollo.

Disfrazarse de cono de tráfico es una idea tan buena como cualquier otra. (Ainara RUEDA)

Las horas pasan volando. las eliminatorias caen una tras otra. Cuartos de semifinal, semifinales y en la gran final se plantan australianos y neozelandeses. Los aussies ganan en la prórroga y se meten de lleno en la lucha por el título final junto a Sudáfrica y Argentina, que no han estado finos en este torneo. Resta la última parada, a finales de agosto en Los Ángeles (EEUU). Los españoles que dirige el donostiarra Pablo Feijóo terminan séptimos, su mejor resultado del curso, y se aseguran la permanencia en las Series Mundiales.

El título se lo llevó el equipo australiano. (Ainara RUEDA)

Toca regresar a Londres. Se nota que lo tienen todo estudiado. El camino vuelve a estar delimitado y vigilado, para que nadie se cuele entre las urbanizaciones y moleste a los vecinos. Como corderitos regresamos a la estación. Se regula el acceso para evitar que haya aglomeraciones en el andén y prevenir así cualquier posible accidente. Sobre todo hay que tener cuidado con algunos jóvenes a los que tanta jarana ha dejado algo ‘perjudicados’. Por ejemplo ese que camina con la parte trasera de los pantalones rotos y todo el culo al aire.  

Esta vez el tren va directo, sin paradas intermedias llegamos a Waterloo. Hace mucho que perdimos la pista a los flamencos rosas. Habrán emigrado, quizás regresen el año que viene. A nosotros al menos no nos importaría repetir la experiencia.