Oscar Peterson, ecléctica raza musical
En el centenario de su nacimiento, por primera vez en castellano se publica ‘Mi vida en el jazz’ (Libros del Kultrum), las memorias escritas por la mano de Oscar Peterson (1925-2007), la misma que deslizó sobre el piano para convertirse en uno de los más admirados intérpretes de la historia.
You have run out of clicks
Muchas veces el destino propio comienza a escribirse sobre la imposición externa o la más escurridiza casualidad. Incluso ambos elementos pueden llegar a coaligarse, como sucedió en el caso de Oscar Peterson, al que el rigor académico musical impuesto por su padre y la divina providencia, en forma de tuberculosis que le impidió tocar la trompeta, acabaron por determinar una carrera frente al piano que ha quedado inmortalizado a través de una majestuosa trayectoria, regada de un número inabarcable de grabaciones a lo largo de más de cinco décadas.
Un periplo que comenzó ocupando el papel solista en la banda de Percy Ferguson a los escasos 14 años y que terminó a los 82, cuando un fallo renal resultó trágicamente definitivo. Un itinerario trasladado a las páginas de unas memorias, tituladas ‘Mi vida en el jazz’ (Libros del Kultrum) que se expresan, como si fueran una extensión de sus dedos sobre el piano, gráciles y zigzagueantes.
Además de ser el único afroamericano de la banda de Johnny Holmes, sabía perfectamente, algo visto en su propio hogar, que las personas de su raza estaban relegadas, por la intolerancia y el desprecio, a trabajos precarios
Criado en Montreal, punto de encuentro de unos progenitores emigrantes procedentes de las Indias Occidentales, su portentosa memoria y un agudo oído musical fueron dones naturales que alimentó con la perseverancia en busca de la nota perfecta, un idilio alimentado precozmente por Louis Hooper, insigne profesor que alternó las enseñanzas clásicas con el fervor jazzístico, y el hallazgo de Teddy Wilson, instrumentista de sutil y pulcra ejecución.
Primeras líneas maestras de un estilo, enraizado en el swing y el bebop, que partía en busca de la improvisación a través de la técnica y el respeto armónico. Virtudes que se vieron sacudidas, y puestas en cuestión, cuando descubrió la clarividencia de otro ilustre, Art Tatum, a la postre convertido en iniciática guía inspiracional, pero también en acicate para descubrir ese personal y genial camino que esperaba a ser desvelado por sus dedos.

Las dudas sobre el futuro que le esperaba en una trayectoria que ya había decidido profesionalizarse, enrolado durante su adolescencia en la orquesta de Johnny Holmes, nacían en buena parte de las desigualdades sociales.
Porque, además de ser el único afroamericano de aquella formación, sabía perfectamente, algo visto en su propio hogar, que las personas de su raza estaban relegadas, por la intolerancia y el desprecio, a trabajos precarios. Tampoco ayudaba en esa aspiración de convivencia que incluso entre sus congéneres existieran jerarquías en función de la ‘oscuridad’ de su piel, conformándose todo un laberinto de muros construidos en torno a algo tan aleatorio como una cuestión de pigmentos.
Constituido ya como trío, su éxito por las salas canadienses ejerció de efecto llamada para unas eminencias musicales, provenientes en su mayoría de Estados Unidos, convertidas en público de sus actuaciones.
Ni haberse convertido en un reverenciado músico impidió que, cuando la caravana cruzaba la frontera imaginaria hacia el su,r su presencia se convirtiera en objeto de hechos despreciables
Uno de esos asientos fue ocupado por el que sería su mentor, mánager y sobre todo inseparable amigo, Norman Granz, fundador del sello Verve Records y de la exitosa gira itinerante Jazz at the Philharmonic, cuna de los más insignes compositores y, desde aquel momento, también de Oscar Peterson, quien aparecería flanqueado junto al contrabajista Ray Brown y el guitarrista Barney Kessel, pronto sustituido por Herb Ellis.
Un exitoso combo que visitaba los escenarios y los estudios de grabación con la misma asiduidad, dejando tras de sí un rastro de talento amamantado por una empatía personal, pero también por el denodado esfuerzo por convertirse en un ente sonoro indisoluble, donde el rugido o el susurro respondía a un estímulo colectivo.
Tan indestructible era esa aleación, un formato que alternaría también con configuraciones a veces engordadas y otras reducidas, que tras el abandono de su guitarrista, y dada la imposibilidad de encontrar un sustituto a su altura, percepción recobrada cuando entró en contacto con Joe Pass, con quien firmaría ‘Porgy and Bess’, decidió ceder el espacio de las seis cuerdas al batería Ed Thigpen, siendo responsables de otro icónico álbum como ‘Night Train’.
Una alteración de nomenclaturas y alineaciones que le acompañaría durante una vida artística que alternaba, tratado con el mimo que le caracterizaba, apariciones en recintos de toda índole y asumiendo proyectos que iban de lo estándar a la vanguardia, demostrando así que su percutir en las teclas era hijo de la tradición pero también un rastreador del futuro.
Ni incluso haberse convertido en un reverenciado músico impidió que, a pesar de tener como potentado a un Norman Granz que su condición de ‘rostro blanco’ nunca interfirió en el apoyo a cualquier músico, cuando la caravana cruzaba la frontera imaginaria hacia el sur su presencia se convirtiera en objeto de miradas, palabras y hechos despreciables, incluso proferidos por aquellos capaces de emocionarse con su talento minutos antes.
Su aislamiento, sin poder compartir restaurante u hospedaje con sus compañeros de banda pero no de raza, soliviantan unas páginas que incluso se exhiben iracundas para señalar a toda una tradición cultural que ha despreciado al jazz por su raíz afroamericana, supeditando su repercusión a otras representaciones aupadas por la industria y los medios de comunicación, mucho más cómodos con su carácter amaestrado y su color de piel.
Degustar su biografía significa acercarse a una de las figuras trascendentales del género, pero también resulta una cartografía de la idiosincrasia sonora de la música popular y un completo memorándum sobre su historia.
Una fotografía, en absoluto estática al priorizar el factor humano al profesional, que recoge fraternales retratos de ilustres como Coleman Hawkins, Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Dizzy Gillespie o Fred Astaire, e incluso alguna nota discordante, papel ocupado por Charles Mingus.
Oscar Peterson escogió para su música la función de derribar los muros que dividían la alta cultura de la popular o aquellos que juzgaban a los individuos por el color de su piel. Una tarea encomendada al sonido de un piano al que nunca ocultarle cuál era su herencia se convirtió en la forma más directa de aprender un bellísimo idioma universal.