Antes de San Fermín visité, después de muchos años, el valle del Roncal, Isaba, Belagua... y admiré el Pico Anie desde la Piedra de San Martín. Dormí dos noches en Vidangoz (el pueblo de las brujas) y paseé por los bosques milenarios de Irati. Al seguir el río hasta la cascada del Cubo recordé el primer reportaje que escribí sobre San Fermín y Ernest Hemingway. Un escritor navarro me confesó que la historia del autor estadounidense con Iruña tenía mucho mito literario y que el apego de Hemingway a las fiestas de San Fermín se limitaba a las corridas de toros, a comer y beber con sus amigos de la génération perdue y a pescar en el Irati. Su primera novela, "Fiesta" (1926), y la película que en 1957 rodó Henry King contribuyeron a magnificar esa relación. Sin embargo, cuando leí "París era una fiesta", un libro escrito al final de su vida y publicado después de su muerte, me di cuenta de que aquella relación tal vez no fue tan superficial. La añoranza por los años vividos en la capital francesa (1921-1925) y los viajes que entonces realizó a Iruña, a Irati o a los Alpes, dejaron tanta huella que en los últimos capítulos escribió: «a veces con el paso del tiempo, lo que se ha roto es lo que se vuelve más fuerte, así era París en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices».