Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Perder los derechos pero nunca las formas

Puestos a hacer listados de destrozos, considero más útil hacer balance de los daños causados por las políticas de la troika en varios años de austericidio que elaborar el parte de guerra sobre algunas lunas rotas durante las protestas en Bilbo. Del mismo modo, la coletilla «este no es tiempo», que surge ante cualquir expresión de descontento, esconde que el verdadero salto hacia atrás en términos cronológicos es el de nuestros derechos sociales, que avanzan irremediablemente hacia el medievo. Los incidentes registrados ayer en Bilbo durante la movilización contra la visita de Christine Lagarde, presidenta del FMI, y otros miembros de las élites económicas, han reubicado el debate sobre el hartazgo en términos de orden público. Mientras, queda claro que son precisamente los sectores políticos que no acudieron a la manifestación pero sí que agasajaron a los paracaidistas del Guggenheim los que más preocupados se muestran luego por la supuesta «contaminación de los violentos» que no ven posteriormente en un desahucio o en despidos masivos.

Desde hace bastante tiempo, tertulianos de barra de todo signo político (especialmente de los que llevan sosteniendo el tinglado del 78) clamaban desde su cómoda atalaya con el doble discurso de que «esto va a reventar», al mismo tiempo que cuestionaban a las generaciones venideras por el hecho de que la calma social no se quebrase. Una vez que la protesta ha explotado, queda claro que es más preocupante el susto de una trabajadora de Zara que no ha sufrido un solo rasguño que por los sueldos irrisorios en las propiedades del tercer tipo más rico del mundo. Como diría Maude Flanders, la beata mujer de Ned, el vecino Helen Lovejoy, la mujer del reverendo de «Los Simpsons», «¿es que nadie piensa en los niños?» Una vez ubicados, tampoco nos preocuparemos más de la cuenta cuando, gracias a la reforma laboral, esta misma empleada esté en la calle con una indemnización irrisoria, no encuentre otro puesto de trabajo, acabe con las prestaciones o pierda los derechos a la educación o a la sanidad públicas, que son las consecuencias de varios años de sumisión política a instituciones como el FMI a quien, conviene recordarlo, nadie ha votado. Ya sabemos que se pueden perder las garantías sociales o los derechos pero nunca las formas.

Tampoco considero que el fetichismo de las capuchas sea condición indispensable para la victoria aunque, si miramos a la Historia, comprobamos rápidamente que eso de que toda idea se desacredita si se defiende con violencia solo se sostiene en la boca de quien se impuso violentamente. Ante el nivel de agresión al que nos vemos sometidos es lógico que haya gente que reaccione con ira y cargue contra un cristal de un banco o de una multinacional, que en mi opinión sigue teniendo bastante menos valor que los derechos sociales que nos arrebatan. A mi me llega a resultar incluso tranquilizador. Habrá quien se plantee si enfrentamientos como los del lunes son eficaces. Es legítimo plantearlo. Es legítima la discusión. Dicho esto, sigo pensando que la verdadera afrenta a toda la sociedad se produjo en el interior del museo, con algunos de nuestros representantes, y también de los españoles, genuflexos ante la responsable de políticas criminales que empobrecen a la mayoría. Lo otro, como ya cantaba La Polla Récords, se resume en «ellos dicen: son gamberros, si lo nuestro, es política».

 

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