El nombre de Emmanuel Macron quedará escrito en la historia universal como el primer presidente de Francia en visitar oficialmente Groenlandia, a donde acudió ayer para mostrar su apoyo a esta colonia danesa convertida en objeto de deseo por el siempre impresentable Donald Trump. Como era de esperar, los groenlandeses le recibieron con esos brazos abiertos que no divisa ya en su amada República, más tendente a obsequiar a su presidente con ese bras d’honneur tan poco honorable que al otro lado del Pirineo educadamente se denomina corte de mangas. En realidad, su baja popularidad se la ha ganado a pulso en un suma y sigue cuyo último capítulo le liga a Nicolas Sarkozy, al que, a pesar de que la justicia le ha privado de su medalla de la Legión de Honor por tener los brazos demasiado largos, Macron no ha querido retirársela porque representaría una «falta de respeto» hacia la función presidencial. No deja de ser curiosa la defensa de un tipo que se convierte en el segundo presidente de su país en ver cómo le quitan la más alta distinción francesa tras el mariscal Pétain, aquel colaboracionista del saludo romano cuyo gesto vuelve a estar de moda en el país de esos derechos humanos que valen diferente si uno es israelí o palestino, y que permiten que Macron, ante el genocidio de un pueblo, pueda quedarse cruzado de brazos.