Durante mucho tiempo a las mujeres se nos vendió que la discriminación en nuestra contra era un privilegio, que nos libraba de combatir en las guerras, tener los trabajos más pesados y ocupar nuestras mentes con responsabilidades económicas. Es la misma propaganda que se les repite machaconamente a los hombres cuando se les vende el patriarcado como un sistema injusto para nosotras pero ventajoso para ellos. No es así. Pensamos que sí porque las desventajas para las mujeres son evidentes: los hombres no son socializados en el miedo al abuso, las mujeres sí; los hombres no tienen techo de cristal laboral, las mujeres sí; los hombres no tienen que ponerse tacones, etcétera. Son cosas muy distintas, pero en todas aplicamos la misma lógica. Pensamos que es mejor no pasar miedo al abuso –y lo es–, pensamos que es mejor no tener techo de cristal laboral –y lo es–, y pensamos que es mejor no ponerse tacones –y no veo por qué tenga que serlo–. Pensémoslo de manera más inteligente y menos patriarcal, porque yo veo infinidad de hombres que no ven cómo se abusa de ellos porque se les han negado las herramientas para detectar el abuso. Veo empresas y organizaciones que, al bloquear el acceso de las mujeres a los puestos de mayor rango, han destruido su inteligencia y sociopatizado su comportamiento. Veo mujeres sufriendo por no llegar al ideal de belleza cambiante que impone el patriarcado, pero también a hombres que han renunciado a su belleza y a los que no vendrían mal unos tacones desde los que poder elevarse de sus traumas. Se trata de acabar con un sistema que no solo es injusto y violento para las mujeres es que, además, destruye a muchísimos hombres dañados por no haber cumplido no sé qué expectativas, oxidados ante la emoción, demasiado rígidos para saber qué les pasa, rotos por divorcios que no han sabido superar o paternidades que no han sabido gestionar y destruidos por esa ley insaciable ley que les ha hecho competir con otros hombres. Temerosos, enfadados, tristes. Asustados, solos, sin hermanos.